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Mauricio Santamaría, Nelson Vera y Carlos Camelo
Mucho se ha discutido sobre la baja munición de la política monetaria para enfrentar una futura recesión en el mundo desarrollado, con escasos 175pb de espacio para reducción de tasas en el caso de la Fed (vs. los 400-500pb requeridos históricamente en períodos de recesión) y un espacio nulo en lo que respecta al BCE y al Banco de Japón (sumidos en el llamado “hoyo negro” de las tasas de interés negativas).
Ante este panorama, algunos académicos y banqueros centrales han sugerido un pivote hacia estímulos fiscales para enfrentar el estancamiento secular de sus economías y eventuales períodos recesivos (ver Bernanke, Yellen, Rajan y Carney, 2020). Las vertientes moderadas de esa posición plantean que los países Ocde deberían aprovechar los niveles actuales bajos de tasas de interés para mayor gasto productivo (infraestructura-educación), argumentando la existencia de espacio fiscal (aunque muchas veces el contrafactual proviene del caso extremo de Japón, donde la relación deuda pública/PIB sobrepasa 200%). Se escuchan también extremos en cabeza de la Teoría Monetaria Moderna que argumentan que los déficits fiscales “no importan” en ausencia de presiones inflacionarias.
La hipótesis moderada de mayor gasto productivo resulta sensata en la coyuntura actual, aunque el elevado apalancamiento público de esas economías pone serias dudas sobre su potencial magnitud (aun antes de contemplar los múltiplos de la deuda contingente en salud y pensiones, como recientemente lo advirtiera el Congressional Budget Office de Estados Unidos).
Ahora bien, ello es muy diferente de las recientes propuestas que abogan por el uso exagerado de la política fiscal en la micro-gestión del ciclo económico, profundizando el rol de los estabilizadores automáticos (subsidios de desempleo, transferencias monetarias, entre otros). En ese sentido, lucen poco atinadas las propuestas que conciben a la política fiscal como “libre de riesgo” y buscan equipararla con la política monetaria.
Esos planteamientos desconocen, en primera medida, la naturaleza de la política fiscal. En una democracia, la tributación y el gasto público son instrumentos esenciales para concretar la visión de justicia-equidad que acoge la sociedad. Como dicha visión suele mutar en el tiempo, la política fiscal irremediablemente será presa de álgidas discusiones y vaivenes del ciclo político. Incluso en aquellas soluciones que “atan las manos” de los políticos (estabilizadores automáticos), el debate para definir las reglas a priori está lejos de resolverse: mientras para los “conservadores”, los estabilizadores automáticos deberían concentrarse en recortar impuestos; para los “moderados-progresistas”, la prioridad debería ser elevar el gasto público (ver Rogoff, 2020). Entre otras cosas, fueron estas las lecciones que derivaron en la tecnocracia de los bancos centrales independientes a finales del siglo pasado.
Ese arreglo institucional establecía que los gobiernos se encargarían de tomar las decisiones importantes sobre el rumbo de la economía en el largo plazo (vía política fiscal), dejando la mayoría de la estabilización del ciclo a la política monetaria. Hasta ahora, no hay evidencia alguna de un cambio sustancial en este paradigma de economía política que sugiera que los cuerpos legislativos estén en mejor capacidad de tomar las decisiones (políticamente costosas) de estabilización del ciclo económico (ver Blinder, 2018).
Por último, se tiene la restricción material más inmediata: no se cuenta con suficiente espacio fiscal en la mayoría de las economías desarrolladas. Ello puede observarse en el gráfico, donde hemos actualizado nuestro Índice de Riesgo Fiscal Anif (IRFA). Este índice sintetiza las vulnerabilidades fiscales provenientes de los indicadores de deuda pública/PIB (con ponderación de 35%), la relación balance fiscal/PIB (25%), el costo de refinanciamiento a 10 años (20%), la posición del primario (10%) y el promedio ponderado de vencimientos (10%). Mayores niveles del IRFA implican riesgos crecientes de insolvencia fiscal.
El ligero incremento del espacio fiscal los dos últimos años en las economías desarrolladas proviene de los excesos de liquidez global (y su efecto sobre las menores tasas de interés), pues los parámetros clave de déficit y apalancamiento tienden a mostrar deterioros.
En EE.UU., cada vez talla más el incremento en la deuda pública que implicó la reforma tributaria de 2017 (bordeando niveles de 110% del PIB vs. 103% del PIB en 2010-2016). En Italia, ese problema de sobre-apalancamiento público (130% del PIB) es agravado por sus bajos ritmos de crecimiento. Por su parte, la precaria gobernabilidad de España (1,9) hace poco probable el trámite de estímulos fiscales generosos en el parlamento. Si bien Alemania (1,5) y otras economías del norte de Europa tienen espacio, luce poco probable que su reticencia política-cultural les permita estímulos considerables.
En síntesis, es verdad que en la coyuntura actual la munición de los bancos centrales de las economías desarrolladas está algo menguada. Ello probablemente requiera algún viraje de la política pública hacia mayor gasto productivo en metas de largo plazo como infraestructura y educación. Ahora bien, no resulta prudente olvidar las enseñanzas de ortodoxia fiscal de los 80 y 90, teniendo en cuenta los actuales picos de endeudamiento público del grueso del mundo desarrollado. La lección probablemente sea que se debe apretar el paso en las llamadas reformas de tercera generación que permitan elevar la productividad de largo plazo (ver El-Erian, 2020).