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El día del trabajo, este año, invita a considerar diversas realidades y aspectos, que la crisis del coronavirus ha puesto más de relieve: que en el mundo hay tantísimas personas buenas; que el progreso ha de ir unido a un dominio de la naturaleza que sea a la vez respeto; que dependemos unos de otros; que somos vulnerables y que una sociedad, para ser humana, necesita ser solidaria.
En la respuesta a la pandemia, resaltan sobre todo las profesiones relativas al cuidado de las personas. Palabras relacionadas con “cuidar” ocupan los titulares: acompañar, llorar, proteger, escuchar… Esta situación nos hace pensar sobre el “para qué” y el “hasta dónde” de cualquier trabajo. De alguna manera, comprendemos mejor que el servicio es el alma de la sociedad, lo que da sentido al trabajo.
El trabajo es más que una necesidad o un producto. El libro de la Sagrada Escritura que relata los orígenes de la humanidad señala que Dios creó al hombre “para que trabajara” y cuidara del mundo (Génesis 2,15). El trabajo no es un castigo, sino la situación natural del ser humano en el universo. Al trabajar, establecemos una relación con Dios y con los demás, y cada uno puede desarrollarse mejor como persona.
La reacción ejemplar de tantas y tantos profesionales, creyentes o no, ante la pandemia, ha manifestado esta dimensión de servicio y ayuda a pensar que el destinatario último de cualquier tarea o profesión es alguien con nombre y apellido, alguien con una dignidad irrenunciable. Todo trabajo noble es reconducible, en última instancia, a la tarea de “cuidar personas”.
Cuando procuramos trabajar bien y en apertura al prójimo, nuestro trabajo, cualquier trabajo, adquiere un sentido completamente nuevo y puede hacerse camino de encuentro con Dios. Hace mucho bien integrar en el trabajo, aún el más rutinario, la perspectiva de la persona, que es la del servicio, que va más allá de lo debido por la retribución percibida.
Como ya en los primeros tiempos del cristianismo, se advierte también ahora con fuerza el potencial de cada laico que intenta ser testigo del Evangelio, codo con codo con sus colegas, compartiendo pasión profesional, compromiso y humanidad en medio del sufrimiento presente provocado por la pandemia y la incertidumbre futura.
Todo cristiano es “Iglesia” y, a pesar de las propias limitaciones, en unión con Jesucristo puede llevar el amor de Dios “al torrente circulatorio de la sociedad”, en una imagen que usaba san Josemaría Escrivá, que predicó el mensaje de la santidad a través del trabajo profesional. También con nuestro trabajo y nuestro servicio podemos hacer presente el cuidado de Dios hacia cada persona.
La celebración del 1 de mayo es hoy también preocupación por el futuro, por la inseguridad laboral a corto o medio plazo. Los católicos acudimos con especial fuerza a la intercesión de san José Obrero, para que nadie pierda la esperanza, que sepamos ajustarnos a la nueva realidad, que ilumine a quienes tienen que tomar decisiones y que nos ayude a comprender que el trabajo es para la persona y no al revés.
En los próximos meses o años, será importante “hacer memoria” de lo vivido, como pedía el Papa Francisco, y recordar que “nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos”.
Ojalá este 1 de mayo nos lleve a desear que la libertad recuperada al término del confinamiento sea verdaderamente una libertad “al servicio de los demás”. El trabajo se hará entonces, como es el designio de Dios desde el principio, cuidado del mundo, en primer lugar, de las personas que lo habitan.