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Podemos erigir templos, persignarnos y esperar milagros. Podemos elegir gobernantes con la esperanza de que sepan lo que hay que hacer con el poder. Levantarnos a trabajar todos los días con la ilusión de contribuir desde nuestro escritorio a que el mundo sea mejor. Sin embargo en este viaje existencial que nos compete a todos, el mundo parece repetirse a sí mismo permanentemente en una especie de ola circular que vuelve a su origen. Un ciclo interminable en donde el clima, la política, la sociedad y la economía dan y dan vueltas para nunca resolverse. Por mucho que viajemos esperando encontrar la diferencia, el desbalance en todos y cada uno de los países alrededor del planeta, es el mismo.
No logramos hallar la fórmula mágica que nos ayude a comprender verdaderamente cuál es el sentido de la existencia. Tampoco nos preocupa en la medida en que debería, la gravedad del momento histórico al que hemos llegado, después de siglos de guerras, conquistas y pandemias, parecemos no aprender. Esta es la era en la que las respuestas parecen agotarse. Indiscutiblemente en todos los continentes compartimos los mismos problemas. Somos buenos y mucho, para medir con indicadores qué tal nos va gestionando la vida. Desde la primera infancia nos educan para obtener las mejores calificaciones en el colegio, los primeros puestos en las competiciones y al ir transitando hacia la adultez ya nos transamos por un listado de bienes materiales y títulos que debemos adquirir con el tiempo, como las triadas: casa, carro y beca o pregrado, maestría y doctorado. En lo colectivo tenemos claros parámetros para medir los logros, al margen de lo que ocurra con el desarrollo y su impacto global. Nos puntuamos y hacemos rankings sobre los países más avanzados y favorables para la vida. Inflación, cambio de la moneda, crecimiento económico, producto interno bruto, tasa de desempleo, el listado es interminable.
Indicadores que lejos de ayudarnos a mejorar aumentan nuestra angustia y sensación de indefensión, nuestra desesperanza al no alcanzar el número esperado en lo colectivo. Y entonces hablamos de países del primer, segundo y tercer mundo. Yo me pregunto hoy al otro lado el Atlántico y lejos de mi amado país, cuáles serán esos indicadores hacia el futuro que nos permitirán avanzar de verdad y convertirnos en mejores seres humanos. Y lo hago porque confirmo que todos los seres humanos en cualquier lugar del mundo compartimos los mismos desafíos. Independientemente de la cultura y el lugar geográfico que nos ha correspondido ocupar, los problemas son iguales. Hoy más que nunca hablaría de pobreza y guerra. Pero vistas como componentes inherentes al camino histórico de la humanidad. Creo que hay pobreza material pero una menos evidente y más nociva, la pobreza espiritual que no alberga espacio para la evolución.
Y la guerra interior esa que no nos permite reconocer nuestros errores para no seguir en ellos. Qué nos aleja de la compasión y valentía para hacer frente a la desigualdad. Seguramente no será la inflación la que nos indique la salida pues es en cierta medida la confirmación de una economía que ha sido perversamente gestionada. Tampoco lo será la calidad de vida para corroborar que hemos ido en búsqueda de un progreso desequilibrado y mucho menos lo será la evaluación de las monedas que muestra la inequidad y paridad de los gobiernos y países frente a un planeta tierra que es de todos y para todos.
¿Cómo medir si estamos avanzando? si vemos que los indicadores, las cifras y los porcentajes son siempre los mismos. ¿Será que no hay salida? o será que existe un camino alterno y una bifurcación que nos permita ver más allá de nuestras propias narices e indicadores, qué es eso que tiene que cambiar para que el resto de cosas se transformen. Hablaría de capacidad de aprender, reaprender y desaprender como lo ha mencionado Alvin Toffler. También de nuestro talante espiritual y qué tantos dedicamos a ese trabajo interior que nos permita la evolución personal para iluminar lo colectivo. También será definitivo, el nivel de comprensión de nuestra interdependencia, esa conexión de todo lo vivo que hace que seamos uno y que allí podamos encontrar la sensibilidad necesaria para comprender que una guerra en Ucrania, un virus o una crisis climática, nos golpean y que la responsabilidad del futuro es de todos al unísono. No de fragmentos ni de nociones que compiten y se miden con cifras frías, cuando el mundo está en caliente.