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Vivimos una época de transición e incertidumbre a escala mundial. En el plano económico atravesamos por un cambio de magnitudes históricas, el de la IV Revolución industrial (la tecnológica-digital), que incide directamente en el ámbito social y en las formas de entender y hacer la política. Además, sobre este escenario de grandes transformaciones se produce otra transición que implica la convivencia entre las generaciones X (nacidos en los años 60 y 70), la Y (nacidos en los 80) y Z (a partir de 1994).
Un libro de reciente aparición, del que soy autora con al director de Deusto Business School, Iñaki Ortega (“Generación Z. Todo lo que necesitas saber sobre los jóvenes que han dejado viejos a los millennials”) define a esta Generación Z como 100% digital, perfectamente adaptada a una época de cambio permanente. Entre los rasgos más sobresalientes de los Z está no solo el omnipresente uso de la tecnología en toda relación social, laboral o cultural, sino también su creatividad y adaptabilidad a los entornos laborales emergentes, un nuevo perfil como consumidores y la desconfianza hacia el sistema educativo y la cultura política vigente. De hecho, los sistemas políticos tradicionales y la Generación Z se hallan ante una compleja tesitura: el de llevar a cabo un esfuerzo de convergencia en el que las democracias tienen ante sí el reto de integrar y atraer a una generación plural y tolerante como la Z. La tarea se halla en canalizar sus demandas, adaptando unos marcos políticos herederos del siglo XIX y consolidados en el XX a una cultura política diferente.
A su vez, los jóvenes Z deben emprender un camino adaptativo. Porque una de las características de esta generación es la inmediatez. Pero en un sistema político democrático las decisiones, sobre todo las más importantes, nacen del diálogo, el análisis meditado, del consenso entendido como pacto y compromiso. Para todo lo cual se requiere debate largo y reflexiones profundas tras un proceso -que no suele ser breve- de interiorización. Es decir, lo contrario a decisiones rápidas, que no por veloces son más eficientes. Esa falta de adecuación entre la cultura política tradicional, la de las democracias, y la cultura Z explica el eventual divorcio entre ambas. La velocidad en la que vive la Generación Z provoca que contemplen la política como inmovilista. En España, ocho de cada 10 jóvenes tiene una percepción de inmovilismo político y cree que las demandas de cambio no son atendidas. Su desafección no es desinterés: les preocupa la realidad sociopolítica y participan en los espacios de la sociedad civil.
Algunas otras características de la Generación Z también casan mal con los pilares en los que se asienta un sistema democrático. Por ejemplo, su desdén por el principio de autoridad y su convencimiento de que toda voz merece ser escuchada y tenida en cuenta hace pensar que acaso estemos ante una generación peor informada que la anterior, pese a su facilidad de acceso a fuentes de todo tipo. Y sin una buena información la posibilidad de decisiones precipitadas o poco fundamentadas crece. Asistimos a un doble reto político-social que, para que llegue a buen puerto, conlleva una convergencia en el centro. Por un lado, que los sistemas políticos sean más flexibles y sepan adaptarse a una nueva cultura política emergente. Por otro lado, los Z tienen su propio reto, el de aprehender los valores implícitos que caracterizan a una democracia para así aprender lo que significa ser ciudadanos en una democracia.