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El Gobierno presentará para 2021, ante el Congreso de la República, la ley de reactivación económica que no es otra cosa que una nueva reforma tributaria, donde pretenden recaudar más de $20 billones. Sin embargo, ante la situación que nos deja la pandemia, con más de cinco millones de personas desempleadas y donde 75% de las empresas disminuyó sus ingresos a menos de 50%; no es el momento de pensar en más impuestos. El Gobierno debería alivianar la carga tributaria de la clase media para que no lleguen a la línea de pobreza, de las pequeñas empresas que luchan por mantenerse en la formalidad y de controlar la evasión que hoy representa cerca de $43 billones, para que finalmente no terminemos los mismos de siempre pagando más.
Considero que los esfuerzos y la energía del Gobierno debe concentrarse en fortalecer nuevos sectores de la economía: Generar más empleos formales en alianzas con el sector privado y grandes capitales; e invertir en el desarrollo del campo, porque es allí donde está la salida a la crisis. Esta es una de nuestras mayores fortalezas: tierra fértil para producir alimentos. Ocupamos el puesto 25 entre 223 países con potencial de expansión agrícola según la FAO. En 2018, se definió la frontera agrícola nacional con 40 millones de hectáreas aptas para desarrollar actividades agrícolas, pecuarias, forestales, acuícolas y pesqueras; sin embargo, sólo 7,6 millones de esas hectáreas están siendo utilizadas, es decir: 80% del suelo óptimo para producir no está en uso.
Es el momento de creer en lo que tenemos; de sentirnos orgullosos de nuestra clase campesina, de reivindicar el desarrollo rural desde las transformaciones sociales, productivas e institucionales. Hay que implementar una verdadera política agrícola estructural que conduzca a erradicar la pobreza, fomentar la igualdad social y disminuir las grandes brechas de inequidad entre el campo y la ciudad. Una política basada en nuestra soberanía alimentaria con excedentes para el mercado exterior que permita empleo digno, y una transformación industrial innovadora que nos permita competir en el sistema de alimentación global. Por tanto, el desarrollo del campo debe ser nuestra prioridad dentro de la agenda pública nacional; sin embargo, con $1,6 billones de presupuesto asignado para inversión en 2021, será muy difícil la esperada transformación.
Por ejemplo, Colombia está importando más de 8,4 millones de toneladas de cereales año que equivalen US$1,8 millones. Si reemplazáramos las importaciones de cebada con producción nacional: si se sembraran 130.000 hectáreas con semilla certificada, maquinaria, tecnología y asistencia técnica. Se obtendrían 310.000 toneladas de cebada al año (descontando las pérdidas circunstanciales); se tendría una producción de, aproximadamente, tres toneladas por hectárea; y se generarían más de 30.000 empleos directos e indirectos. Por supuesto, esta producción requiere un compromiso de compra, que podría materializarse con las empresas cerveceras a través de un contrato de cantidad, calidad y precio.
Ahora más que nunca, es crucial comenzar a considerar nuevas alternativas para la corresponsabilidad tributaria: consolidar las alianzas con el sector privado para enfocarlo al desarrollo rural integral con enfoque territorial y no sectorial; garantizar insumos, maquinaria, tecnología y redes con canales de distribución que aseguren la compra de las cosechas a precios justos y generen utilidades reales y a largo plazo para el país. Es momento de que el Estado le de la titularidad de la tierra a aquellos quienes han vivido y trabajado en ella durante muchos años, para poder acabar con la informalidad que obstaculiza el progreso. ¿Vamos a continuar importando productos que pueden producirse en Colombia generando empleo? ¿Vamos a seguir elevando los impuestos para la clase media? ¿o vamos a trabajar por un futuro estable de producción y desarrollo del país, a corto, mediano y largo plazo?