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Quedaron en el olvido las discusiones del inicio de año sobre la agenda económica global y colombiana cuando apenas termina el primer semestre. En Colombia especulábamos sobre la intensidad de la recuperación económica iniciada el año anterior después de unos años de encefalograma plano y sobre cómo domesticar las cuentas fiscales. Seguíamos observando los distintos episodios de la política arancelaria de Estados Unidos frente a China. La octogenaria Europa seguía debatiendo su modelo de integración.
Todas estas cuestiones quedaron en nada en marzo, al tiempo de la declaración de pandemia provocada por el covid-19. Las políticas se han enfocado en cómo hacer para proteger a las personas, evitar el colapso de los sistemas sanitarios y en cómo evitar daños irreparables en el sistema productivo. Las redes sociales y los noticieros ya nos han dado buena cuenta del tamaño del impacto en todos esos frentes.
El final de esta historia se va a saldar con un abultado incremento de la deuda de los estados, un deterioro importante de la capacidad productiva, un incremento estructural de los costos y precios de las infraestructuras públicas y privadas, y con una ampliación de la brecha entre ricos y pobres.
El reto al que nos enfrentamos no es menor. Para enfrentarlo bien, vale la pena observar lo acontecido en un episodio reciente que, por fortuna, no afectó a los países de la región: la crisis financiera de 2008. Pero lo relevante a los efectos de esta discusión no está en las causas, sino en las consecuencias que produjo este episodio.
Las economías desarrolladas se despertaron de esta pesadilla con una fuerte destrucción de clase media que había llevado décadas promover y, con la aparición de populismos de izquierda y derecha, hábiles a la hora de canalizar políticamente el malestar del votante.
Mal haríamos si no aprendemos de estas lecciones que nos dejan episodios ajenos y no aprovechamos esta coyuntura tan particular para promover transformaciones de fondo en el funcionamiento de la economía colombiana. La ya anunciada reforma fiscal para recaudar al menos dos puntos más de PIB en impuestos es probablemente una condición necesaria, pero no suficiente para enfrentar los retos que plantea el futuro.
El país necesita definir un marco fiscal estable y atractivo para la inversión, eliminando las fricciones que causa el actual al crecimiento, al tiempo que tiene que aumentar la base de contribuyentes y la capacidad de fiscalización. Se necesita más recaudo de forma estructural, no únicamente para sortear la situación actual.
Por otra parte, hay que acometer las inversiones pendientes en infraestructura humana, física y digital para dotar a la industria y al país de la competitividad necesaria en este escenario cada vez más competitivo. En esto nos jugamos el bienestar futuro de los colombianos. No se va a lograr con simples “cambiecitos” en materia fiscal.
Con la buena reputación externa que tiene Colombia deberíamos flexibilizar los límites de la regla fiscal y dotar al país de mayores márgenes de acción para después de 2022. Va a ser el momento de asegurar que se hacen las inversiones en infraestructura que tanto necesitamos para promover el desarrollo y bienestar de todos. Ahora necesitamos la política en mayúsculas.