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En días pasados el Papa Francisco conversó con una delegación del “Global Researchers Advancing Catholic Education Project”, a propósito de un nuevo proyecto de investigación internacional promovido por voluntarios con el objetivo de promover los valores de la educación en el respeto a la identidad y el diálogo. En ese contexto, el Papa expresó con firmeza que educar no es “llenar la cabeza de ideas”, porque se forman “autómatas”, sino caminar junto a las personas en una “tensión entre el riesgo y la seguridad”. Reiteró la importancia de una educación dinámica que transmita la herencia del pasado pero que vaya hacia adelante, para que la persona crezca. Además, remarcó que “el diálogo entre los jóvenes y los ancianos es importante, porque el árbol, para crecer, necesita una estrecha relación con sus raíces”. Educar es arriesgar en la tensión entre la cabeza, el corazón y las manos, hasta el punto de pensar lo que siento y hago; de sentir lo que pienso y hago; de hacer lo que siento y pienso. Es una armonía.
De allí la importancia que hoy tiene el profesor, como orientador y facilitador permanente de un proceso de formación integral, atento a un apoyo, acompañamiento y seguimiento a los estudiantes en su itinerario o ruta educativa. No se puede educar, formar, sin estar al lado, juntos, acompañando a las personas que se educan. Es de alabar cuando al interior de las instituciones educativas nos encontramos con profesores que están siempre dispuestos a caminar junto a los estudiantes. No se trata solamente de tener un discurso de conocimientos para transmitir a través del ejercicio de la docencia que termina siendo quizá retórica para los mismos estudiantes; educar es hacer que lo que se dice se encuentre o reflejen en la realidad.
Para asumir estos desafíos es fundamental que demos un paso más allá de lo teórico, tan importante en el ámbito del conocimiento para explicar y entender cada fenómeno; hoy se nos exige una actuación que tenga en cuenta las realidades y problemáticas sociales que nos afectan como humanidad, de tal manera que podamos avanzar hacia las transformaciones que necesitamos como sociedad. Los jóvenes (y todos) tienen derecho a equivocarse, pero el educador los acompaña en el camino para orientar sobre los errores, para que estos no sean peligrosos sino un aprendizaje clave para seguir formándose. El verdadero educador nunca tiene miedo de los errores, no: más bien acompaña, toma de la mano, escucha, dialoga, motiva, hace que los estudiantes se apasionen para construir con esperanza su proyecto de vida. No se asusta y espera. Esto es la educación humana: sacar adelante a la persona y hacerla crecer, ayudar a crecer, ayudar a que la extensión de la libertad se logre, lo que algunos autores del desarrollo llaman potencialidad; hacer posible que las potencialidades de las personas salgan a flote y dejen ver sus competencias y habilidades es la clave de una sociedad más incluyente y equitativa.
Educar en la tradición, que es dinámica, es formar no sólo transmitiendo conocimientos, sino también dando espacio al ámbito transcendental y de servicio a los demás. Un poeta argentino dice algo muy bonito, “lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”; es decir, sin raíces no se puede avanzar para construir el presente y futuro de la humanidad, y esas raíces son las que hacen posible que árbol crezca, he allí la importancia de reconocer el pasado y la tradición en el acto educativo. Las humanidades nos hacen presentes las enseñanzas de la historia de modo que el hombre, por su capacidad racional, no debería volver a caer en el mismo error. Solo con las raíces nos convertimos en personas. Es importante comprender que no se trata solo de asumir un frío y rígido tradicionalismo, sino que la tradición es tomar del pasado para ir hacia adelante. La tradición no es estática: es dinámica, tiende a avanzar.