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La declaración del presidente Trump de que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar” se volvió una frase clásica de manera instantánea, a la altura de la de Herbert Hoover: “la prosperidad está justo a la vuelta de la esquina”.
Es evidente que Trump cree que el comercio es un juego en el que aquel que tenga el superávit más alto gana y que Estados Unidos, que importa más de lo que exporta, por ende tiene las de ganar en cualquier conflicto. Es por ello también que el economista Peter Navarro predijo que nadie actuaría en represalia contra los aranceles de Trump. Dado que así no es como funciona el comercio, ya estamos enfrentando bastantes contragolpes y es muy probable que la situación se recrudezca.
Les explico: los aranceles de Trump están mal diseñados incluso desde el punto de vista de alguien que comparte su visión mercantilista y rudimentaria del comercio. De hecho, la estructura de sus aranceles hasta ahora parece diseñada para infligir el máximo daño posible a la economía estadounidense a cambio de beneficios mínimos. Las represalias extranjeras, en cambio, son mucho más sofisticadas; a diferencia de Trump, los chinos y otros de los blancos de su ira comercial parecen tener una idea clara de lo que están tratando de lograr.
El punto clave es que la perspectiva Navarro/Trump, además de su obsesión por las balanzas comerciales, también parece imaginar que el mundo todavía luce como lo hacía en la década de 1960, cuando lo que se comerciaba era en su mayoría productos finales, como el trigo y los automóviles. En ese mundo, un arancel a las importaciones haría que los consumidores optaran por los autos nacionales, aumentando con ello los empleos en la industria automotriz y hasta ahí, fin de la historia (a excepción de las represalias extranjeras).
Sin embargo, en la economía del mundo moderno una buena parte del comercio gira alrededor de productos intermedios: no automóviles, sino autopartes. Un arancel a las autopartes hace que hasta el efecto de la primera ronda sobre los empleos sea incierto. Tal vez los productores nacionales de autopartes contratarán más empleados, pero esta estrategia aumenta los costos y reduce la competitividad de los productores descendentes, cuyas operaciones se contraerán.
Así que, en el mundo de hoy, los guerreros del comercio inteligente, de existir, centrarían sus aranceles en los productos finales, a fin de evitar un aumento en los costos de los fabricantes de productos finales nacionales. Es cierto, esto equivaldría a un impuesto más o menos directo para los consumidores, pero si temes imponerles alguna carga, en realidad no deberías hacer estallar una guerra comercial para empezar.
No obstante, casi ninguno de los aranceles de Trump se impone a productos de consumo. El economista Chad Bown y sus colegas del Instituto de Economía Internacional Peterson publicaron recientemente unas gráficas extraordinarias que muestran la distribución de los aranceles de Trump para China: un impresionante 95 por ciento se aplica a productos intermedios o a bienes de capital, como maquinaria, que también se usan en la producción nacional.
¿Cuál es la estrategia en eso? Cuesta trabajo identificarla. En definitiva, no hay indicios de que los aranceles se hayan diseñado para presionar a China a aceptar las demandas de EE. UU. ya que, por principio de cuentas, nadie puede ni siquiera dilucidar exactamente qué quiere Trump de China.
El contraataque de China luce muy distinto. No evita por completo los aranceles a los productos intermedios, pero los aplica principalmente a los productos finales. También se basa en una estrategia política clara, la de herir a los electores de Trump; los chinos, a diferencia de los trumpistas, saben lo que están tratando de lograr.
¿Qué me dicen de los demás? El panorama general de Canadá se complica por su respuesta directa a los aranceles al acero y el aluminio, pero dejando de lado esas industrias, este país también está siguiendo una estrategia mucho más sofisticada que Estados Unidos. “A excepción del acero y el aluminio, las represalias de Canadá parecen proponerse no causar estragos en sus compromisos con las cadenas de suministro de América del Norte”, escribieron Brown y sus colegas. “En términos generales, Canadá no incluye entre sus objetivos las importaciones de equipo de capital estadounidense ni productos intermedios, y en cambio se centra en productos terminados”.
Es evidente que Canadá, al igual que China, está tratando de infligir el máximo daño político.
Las guerras comerciales no son buenas ni fáciles de ganar, incluso si uno sabe lo que se propone y tiene una estrategia clara para lograrlo. Sin embargo, lo que llama la atención de los aranceles de Trump es que son muy autodestructivos.
Además, ya podemos ver algunos signos de los efectos colaterales en la economía. Las minutas más recientes del Consejo de la Reserva Federal establecen lo siguiente: “Muchos contactos en los distritos expresaron preocupación por los posibles efectos adversos de los aranceles y otras restricciones comerciales propuestas, tanto nacional como internacionalmente, en la actividad futura en materia de inversión; los contactos en algunos distritos indicaron que los planes de gasto de capital se han reducido o pospuesto como resultado de la incertidumbre en la política comercial. Los contactos en las industrias del acero y el aluminio esperaban un aumento en los precios como resultado de los aranceles a estos productos, pero no habían planeado ninguna inversión nueva para aumentar la capacidad”.
Así que: Trump y compañía en realidad carecen de un plan para ganar esta guerra comercial. Sin embargo, pueden haberse topado con una estrategia que la perderá, incluso de manera más definitiva de lo que habríamos esperado.