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‘Reducir la corrupción a sus justas proporciones’. Jamás lograré entender por qué, en Colombia, la historia graduó de sensata aquella frase del expresidente Julio César Turbay. La corrupción, el mayor flagelo que hoy nos agobia, no puede seguir encontrando espacios para su justificación ni mucho menos interpretaciones que pretendan darle estatus de mal necesario.
Entre los intentos desesperados por explicar los cupos indicativos, dar cabida al famoso lobby o gestionar cuotas de participación, la malversación de recursos se abre camino. Tal es su alcance que, a nivel mundial, cada año se mueve alrededor de US$1 billón en pago de sobornos y se pierde 25% del gasto público. El asunto es que, más allá de la indignación que suele acompañar este tipo de escándalos, parecía que subestimamos el impacto de lo que expertos como Stuart Gilman, jefe de la Dependencia de Lucha Contra la Corrupción de la Onudd, han calificado de ‘pesadilla continua’ para referirse a las consecuencias que arrastran las sociedades corruptas.
En Colombia, de ese tipo de pesadillas, sí que sabemos. Estamos a punto de terminar un año plagado de denuncias que comprometen importantes eslabones de las cadenas del poder y, si nos miramos al ombligo, veremos cómo, de nuevo, serios cuestionamientos cabalgan orondos junto al arrume de deudas pendientes. 30% de hogares no come tres veces al día y más de 16 millones de compatriotas viven en la pobreza. La que de manera diplomática califican de incapacidad histórica del Estado para hacer presencia a lo largo y ancho del territorio nacional, es el resultado de las prácticas corruptas que por décadas hemos permitido al punto de cohonestar.
Dejen de decirnos que no hay presupuesto para mejorar la infraestructura vial, que no hay dinero suficiente para invertir en colegios y universidades, que no alcanzan los fondos para construir hospitales o fortalecer el PAE (por cierto, uno de los programas preferidos de los corruptos). Dejen de anunciarnos que necesitan aumentar impuestos y dejen de gastar en burocracia. Las sociedades corruptas, añade Gilman, caen en la imposibilidad de apoyar a sus ciudadanos y privan a sus hijos de la comida, la educación y la atención sanitaria. Conclusión predecible pero cierta a la que agregaría, encuentra su peor enemigo en la permisividad, madre de todos los abusos.
El deber ser del oficio público perdió su norte el día en que la impunidad y el ‘tapen, tapen’ empezaron a hacer exitosa carrera. Se descarriló, también, cuando la ciudadanía, indiferente, olvidó ejercer el voto castigo en las urnas, volvió a elegir a los mismos con las mismas y comenzó a agradecer, incluso, que robaran poquito. Ahora, con un Gobierno atestado de mantos de duda alrededor de su gestión y un Congreso que, en su mayoría, perdió la vergüenza, estamos pagando las consecuencias de tanta pasividad.
Invisible el pueblo y sus afugias, el retrovisor de la corrupción tiene que servirnos para recordar que llevamos décadas gravitando sobre un único problema: inexistente voluntad política y una ambición desmedida que corrompe. El argumento facilista de las justas proporciones nos sigue haciendo enorme daño.