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Dejar la tierra que nos vio nacer por una tentadora oferta laboral, por un plan de estudios e incluso tras un amor. Suena ideal, ¿verdad? Sin embargo, el idílico panorama dista de ser la realidad del fenómeno de migración irregular que hoy enfrenta el mundo. Con enormes desafíos y pobres resultados, la problemática se salió de las manos. Ni las políticas más severas han logrado detener el ímpetu de millones de almas que buscan un ‘mejor futuro’.
En los ojos de cada caminante se puede ver la desesperación y en sus palabras, percibir una suerte de desesperanza que se mezcla con la ilusión de un nuevo comienzo. Niños en brazos y adultos mayores tratando de resistir el inhumano ritmo se volvieron escenas cotidianas. Con tal de superar el abandono y la violencia que como una maldición los acecha, millones de personas, a diario, se despiden de sus raíces.
La apuesta es clara: cuando no hay nada que perder, la valentía se triplica. Provenientes de lugares distantes, con culturas diversas, a los migrantes los unen sus expectativas; también sus necesidades. Emprenden la travesía decididos a exponerse hasta lograrlo; a dar la vida, pero intentarlo. Lo demuestran los cientos de registros de tragedia y muerte que, cada tanto, inundan los titulares de prensa. Esos que preocupan y conmueven con la misma facilidad con la que desaparecen.
Nadie quiere hacerse cargo de una población que demanda y cuesta. No obstante; está ahí. Existe, respira, siente hambre, tirita de frío y se deshidrata por el calor. ¡Son seres humanos!, a menudo lo olvidamos. A menudo, nos resulta más fácil mirar para otro lado. ¡Craso error! Ignorar la contingencia favorece dinámicas perversas que acentúan la naturaleza de una práctica, por defecto, inclemente y riesgosa.
Mientras 188% han aumentado los fallecimientos intentado cruzar la frontera en El Paso, Texas; el intimidante Tapón del Darién alcanza cifras récord con los ríos de gente que se adentran en sus cientos de kilómetros de selva espesa. Regímenes autoritarios, pobreza extrema, desastres naturales, Estados ausentes; incentivan los incontrolables flujos que se chocan, cual bloques de concreto, con la frialdad de las medidas que se adoptan desde una sola vía.
Tras soluciones egoístas afloran efectos colaterales. Ahora, las consecuencias del represamiento las padecen, sin que mucho importe, los países de tránsito. Lo saben bien Colombia, Panamá, México, Turquía o Libia. Economías lejos de ser boyantes obligadas a dar trámite a las afugias de aquellos que pese a las trabas se niegan a retornar.
El expresidente Iván Duque recibió un par de ovaciones y varias felicitaciones por su postura de puertas abiertas ante el éxodo de venezolanos; aun así, lo dejaron solo. La vociferada cooperación internacional, que surgió al calor del ejemplo de solidaridad del momento, se materializó a medias. Lo preocupante es que la historia se repite. Desesperado, Eric Adams, alcalde de Nueva York, increpa al gobierno por hacerle el quite a la desbordada situación de la ciudad y en Italia, con la isla de Lampedusa fuera de control, exigen a Europa que no se haga la desentendida.
Coyunturas globales exigen compromisos conjuntos. La movilidad humana jamás se va a detener. Menos en estos tiempos turbulentos. Es menester darle trámite a gran escala. Es imperativo reconocerla, adaptarse, adoptarla, humanizarla y, sobre todo, aprender a convivir con ella.