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Un estallido social animado desde dentro. El aterrizaje de Armando Benedetti como voz protagonista. El Gobierno fabricando responsables externos para justificar su pobre gestión. Un escándalo tapando otro de modo que, al final, de ninguno nos acordemos. De fondo, la tesis del bloqueo institucional, cimiento de una retórica que sumada a los anteriores elementos nada tiene de casual.
La estrategia electoral de cara a 2026 ya está en marcha y, aunque parezca extraño, apunta al mismo descontento que supo capitalizar la izquierda hace cuatro años. Sí, ahora ellos están en el poder, pero con enorme habilidad siguen alimentando el discurso de la esclavitud, el odio entre clases y la oligarquía como enemiga, raíz y causa de todos los males.
Tras los anuncios recientes, queda claro que no existe ni existirá un mea culpa ni autocrítica alguna hacia el torpe desempeño. En cambio, bien delineado luce el plan de acción con marcado tinte populista que, de nuevo, se basa en las calles. Entre días cívicos, consultas populares y el himno de la guardia indígena antecediendo alocuciones presidenciales, nos distraen a la vez que se distraen a sí mismos y el Presidente renuncia a gobernar para dedicarse a hacer campaña desde la superioridad que otorga ostentar el cargo.
Poco importan la baja ejecución, las promesas incumplidas o el desorden interno de un gabinete en el que, tal parece, dominan los egos y se anteponen los intereses personales mientras brilla por su ausencia la coordinación y escasea la cohesión. La difícil convivencia en Casa de Nariño la desnuda cada ministro o director de departamento que deja su cargo. El común denominador es, además, que salgan denunciando corrupción, tráfico de influencias y nula interacción con el primer mandatario.
No obstante, nada de esto trasnocha; estamos en campaña, repito. Las energías van a continuar concentradas en avivar la retórica del oprimido; solo que en esta ocasión, y aquí viene lo delicado, con la institucionalidad como supuesta responsable de un fracaso cuyo único culpable es la inacción evidente. Congreso, Tribunales, Cortes, Registraduría y hasta la propia Fiscalía, que de refilón muestra oportunos asomos de independencia, estarán ahora bajo descalificación constante.
No es exageración ni sensacionalismo. El propio jefe de Estado vaticinó una ruptura con el Legislativo por el hundimiento de sus reformas, el ministro del Interior pregunta en tono retador si alguien se va a atrever a negarle al pueblo que se exprese y la militancia, en pleno, insiste en todo escenario y momento, en la teoría del bloqueo. Distorsiones repetidas, recordemos, solo buscan convertirse en realidad. Así funciona la peligrosa posverdad.
La invitación es casi que a desconocer la autonomía que abraza la separación de poderes, baluarte de nuestra democracia y no es un asunto menor, por tanto, el mensaje sobre el cual pretende la administración Petro apalancar su ofensiva para continuar con su proyecto político en el siguiente cuatrienio. En su derecho están claro, sin reelección ni vericuetos. Sin embargo, se debe rechazar, de tajo, que se ponga en entredicho el deber ser del equilibrio de fuerzas y sus decisiones.
Con serias reservas alrededor del “impredecible” actuar del Congreso, profundo respeto por la rama judicial y una confianza que debe permanecer intacta en el máximo órgano electoral; comenzó, apresurada y pugnaz, la carrera por la Presidencia. Lo llamativo es que no fue la oposición la que decidió picar en punta.