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El uso terminó en abuso. Años de permisividad se transformaron en deterioro y el descuido nos tomó ventaja. Me refiero al espacio público. Ese que de espacio tiene poco y, de público, una enorme distorsión en su concepto.
En Bogotá, por ejemplo, basta con recorrer unas cuantas calles para percibir el nulo respeto por lo colectivo. Para toparse con escenarios atiborrados, caóticos, abandonados. Mientras enfrentar la ciudad se volvió una prueba de resistencia, cada vez son menos los lugares despejados que permiten un andar tranquilo, pausado.
Hasta seis ‵limpiavidrios′ que se abalanzan sin el más mínimo recato sobre los vehículos y a los que, como si se tratara de una obligación, sí o sí, toca darles dinero, se pueden contar en un solo semáforo. La falta de control y autoridad es tal, que incluso, en las horas pico, fungen como policías de tránsito y bloquean los cruces de las vías para dar paso a su antojo.
Basura en los andenes, peluches y juegos de mesa exhibidos en las bermas, tipo vitrina de almacén, y hasta sofás roídos que nadie sabe de dónde salieron ni cómo llegaron allí, se adueñaron de avenidas y autopistas. Todo ocurre ante la mirada indiferente de una ciudadanía que padece el detrimento, pero que, sumida en sus propios afanes, no detalla en las razones. Es urgente derrotar la apatía y exigir entornos seguros como un derecho.
Desde los años 80, James Wilson y George Kelling, con su famosa teoría de las ventanas rotas, lo advirtieron. Incluso, mucho antes, en 1969, el psicólogo social Philip Zimbardo, ya empezaba a hablar del tema. El peligroso mensaje de debilidad, de ‵hagan lo que quieran, que transmite ser complaciente frente a las pequeñas faltas y al degenero del estado de las cosas, con el tiempo, se traduce en infracciones mayores, en delincuencia y en contravenciones más graves.
La experiencia de Nueva York durante la alcaldía de Rudolph Giuliani, de procurar áreas limpias y ordenadas, trajo consigo resultados positivos: reducción de un 70% en los homicidios y 60% en robos. Si bien se trató de una intervención polémica por su política de ′tolerancia cero‵ que, en algunos casos, decantó en represión policial,―asunto que merece un análisis al margen de esta columna, también demostró, en la práctica, la importancia de los ambientes cuidados.
Claro, estamos hablando de Colombia y no de Suiza o Dinamarca. En un país con una informalidad laboral del 47,7%, dirían algunos, es absurdo pensar en intervenir la toma y el usufructo arbitrarios de aquello que nos pertenece a todos. Sin embargo, el desgastado argumento debe dejar de ser excusa.
Aunque varios alcaldes han intentado implementar estrategias para organizar las ventas ambulantes y por cuenta de la reacción contestataria del gremio han desistido en sus pretensiones, alguien se tiene que dar la pela. A los mandatarios se les hizo tarde para salir de su zona de confort y buscar soluciones. Hay que generar oportunidades de trabajo de calidad y favorecer la creación de empresas en el marco de la legalidad.
La respuesta a este despelote no puede estar en que cada cual resuelva su día a día con lo que aparezca. Tampoco en la salida fácil de tolerar sin límites. Las ventanas siguen rotas. ¿Cuándo vamos a repararlas?