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Bajo el argumento de que preservar la espiritualidad resulta fundamental para sobrellevar las muchas crisis que ha desatado el coronavirus, en Colombia se dio prioridad a la reapertura de iglesias y centros de culto mientras le cerraron las puertas a un sector que sí tributa, el de la exhibición cinematográfica, cuando ya tenía todo preparado.
La circular del Ministerio de Salud que “exhorta” a las entidades territoriales a abstenerse de autorizar la operación de los autocines encendió un viejo debate, y es que si bien es un secreto a voces que existe un manejo político detrás del lugar privilegiado que en el esquema de reactivación ostentan las iglesias, parecería oportuno poner sobre la mesa, justo ahora, la que ha sido por años una muy esquiva pregunta: ¿para cuándo los impuestos de iglesias?
Se necesitarán importantes recursos que ayuden a paliar lo que viene. Ante la expansión de este muy empecinado virus, la ONU, por ejemplo, levantó la mano para sugerir una renta básica temporal a la que puedan acceder 520 millones de latinoamericanos. Un llamado sensato, pero que llega después de que el FMI, el Banco Mundial y calificadoras de riesgo como Standard & Poor’s (S&P) prevén para este año una contracción de la economía colombiana con estimativos que oscilan entre 7,8% y 4,9%. Y, como si fuera poco, cuando la necesidad de una nueva reforma tributaria se percibe cada vez más cercana.
El panorama no es alentador y aun así hay quienes se dan el lujo de seguir mirando para otro lado. El país quedará fuertemente golpeado tras el congelamiento de casi todas sus actividades productivas y el Estado, desbarajustado en sus finanzas después de mucho haber subsidiado. La ecuación es simple: todos los actores de la sociedad se verán enfrentados al reto de asumir un rol más solidario.
Ahora bien, ese estatus especial del que gozan las iglesias -inicialmente católicas- tiene una larga historia en la vida nacional, que no es fácil encarar. El primer concordato que versa al respecto se remonta a 1887 y tiempo después, durante el gobierno de Misael Pastrana, se aprobó un nuevo convenio: el Concordato y el Protocolo Final entre la República de Colombia y la Santa Sede, cuyo articulado, vigente hasta hoy, quedó consignado en la ley 20 de 1974.
Así se estableció que las propiedades eclesiásticas quedarían exentas de ser gravadas y que tal privilegio incluiría los edificios destinados al culto, las curias diocesanas y las casas episcopales y curales, además de los seminarios. Con la Constitución de 1991, cuando Colombia pasó a ser un Estado laico, dichas exenciones se extendieron a las demás confesiones religiosas reconocidas por el Ministerio del Interior.
Las iglesias católicas y cristianas no pagan impuesto a la renta, tampoco impuestos municipales y ninguna de sus actividades se encuentra gravada con IVA; una muy cómoda condición tributaria que prevalece mientras se conocen cifras que hablan por sí solas e inquietan a quienes gustan de hacer cuentas en su cabeza. Para no ir muy lejos, la Dian en 2017 reveló que el patrimonio bruto que declararon las más de 8.000 asociaciones religiosas entonces acreditadas alcanzó $14,4 billones y reportaron ingresos brutos por un valor de $5,4 billones.
Aunque los números son dicientes, poner la lupa sobre quienes se dedican a predicar los distintos cultos religiosos no deja de ser un asunto sensible. Tanto los gobiernos que han pasado por la Casa de Nariño como los diferentes Congresos le han venido haciendo el quite por años, y se entiende, pues los eficaces apoyos políticos que desde tales orillas se ofrecen comprometen e, incluso, se retribuyen con cargos. No en vano hoy el país tiene como viceministro del Interior a Carlos Alberto Baena, pastor de la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional.
Los favores se pagan y, ante el actual panorama, lo más probable es que este gobierno tampoco se dé la pelea y termine decantándose, de nuevo, por la vía de las empresas y las personas naturales para recaudar los impuestos que requerirá la recuperación pospandemia. Existiendo más opciones, resulta desalentador, sobre todo si se tiene en cuenta que las empresas en Colombia son unas de las que más impuestos pagan en el mundo, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde). Además, una carga tributaria excesiva ahuyentaría la inversión extranjera, fundamental en la generación de empleo.
Sin embargo, como ignorar el escenario religioso no significa que la necesidad de revisarlo desaparezca, vale la pena recordar que el trámite legal para una eventual modificación tributaria depende, en buena medida, de la voluntad política del ejecutivo o del legislativo. Voluntad para desprenderse de pactos electorales que a posteriori se convierten en camisas de fuerza que atajan el deber ser de las cosas. Depende de la sensatez con la que se miren las necesidades de un país en el que la lucha por la equidad es una de sus más grandes deudas.