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El país tiene una enorme deuda histórica con los campesinos, sí, con los millones de trabajadores del campo que son los responsables de que tengamos nuestros alimentos disponibles diariamente.
Mientras en las principales ciudades el índice de pobreza es de 28%, en el campo alcanza 38,6%, esto quiere decir que cuatro de cada 10 campesinos se encuentran en situación de pobreza y uno de cada cinco en condición de pobreza extrema.
Así, de los cinco millones de trabajadores campesinos que hay en Colombia, 85% trabaja de manera informal, sin contratos laborales, a tiempos parciales y 75% gana un salario por debajo del mínimo legal establecido.
La inmensa mayoría de los habitantes de la ruralidad trabaja en pésimas condiciones hasta la vejez, sin ninguna posibilidad de jubilación, pues el nivel de ingresos es bastante inestable y no les permite siquiera ahorrar.
¿Por qué estamos como estamos? Pues porque tenemos un campo ineficiente.
La eficiencia es la relación que existe entre los recursos invertidos y los resultados obtenidos. Así, en nuestro país, y en los demás de los países en vías de desarrollo, es claro que quienes trabajan el campo de forma tradicional invierten más de lo que ganan y, al final de toda operación, el resultado es generalmente deficitario. Es decir, trabajan a pérdidas. Por eso sus ingresos son miserables.
Esta situación de ineficiencia productiva tiene su raíz en varias causas: la primera es la falta de educación para la productividad. Sí, porque mientras no tengamos el conocimiento requerido para generar riqueza, trabajaremos sin mentalidad empresarial y no podremos calcular la relación costo beneficio que determina el éxito de la actividad económica.
En segundo lugar, la falta de asociatividad es clave en la situación de pobreza que afronta nuestra población campesina, pues si cada uno sigue aislado en su parcela jamás podrá producir con la técnica, la calidad y los volúmenes requeridos para hacer de su actividad productiva un negocio rentable.
En tercer lugar, no existen los canales de comercialización que se requieren para asegurar que lo que producen los trabajadores agrarios se venda bien y a un precio justo.
En cuarto lugar, no tenemos en el país una infraestructura productiva de insumos agropecuarios que convierta el sector en un renglón competitivo de la economía nacional.
En quinto lugar, la falta de acceso al crédito y a la propiedad rural para los pequeños productores los convierte en empresarios sin capital.
Y en sexto, y último lugar por ahora, la falta de tecnología no nos permite producir con la calidad y cantidad lo que se requiere para ofrecer al mercado precios que nos permitan competir con los países del primer mundo.
Así, por ejemplo, mientras Nueva Zelanda produce 12 toneladas de maíz por hectárea, en Colombia producimos cuatro. Mientras Australia produce 10 toneladas de arroz por hectárea, en Colombia producimos cinco y, cuando en Reino Unido se producen ocho toneladas de trigo por hectárea, en Colombia apenas llegamos a dos.
Es claro que la salida no puede ser la que usan otros países latinoamericanos, que optan por acudir al subsidio. No, eso es pan para hoy, hambre para mañana. La única salida es una gran inversión público - privada que apunte a la industrialización de la agricultura. Esto no es repartiendo subsidios, ni con actitudes lastimeras. Esto es con una política de desarrollo técnico y de base científico económica que atienda integralmente las causas esbozadas y que nos ayude a cambiar la micro mentalidad que nos hunde en la pobreza.