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La presencia reciente de militares rusos en Suramérica constituye un elemento novedoso en el escenario internacional. La manera como ha sido implementada da lugar a interrogantes acerca de su motivación. A falta de una explicación verosímil, puede interpretarse como un movimiento geopolítico arriesgado, como el intento de apuntalar a un cliente gubernamental en apuros o como la forma de rescatar, así sea parcialmente, unos préstamos cuantiosos a un régimen en bancarrota.
Sea eso como fuere, la experiencia militar rusa en América Latina ha sido poco afortunada. La intervención de 1962 en Cuba, conocida como la crisis de los misiles, condujo al mundo al borde de una confrontación nuclear. Gracias al manejo prudente del presidente John Kennedy, y a un intercambio diplomático inteligente, el premier soviético Nikita Kruschev aceptó retirar el armamento atómico que había introducido subrepticiamente a Cuba.
El episodio actual es de naturaleza diferente. En 1962, la Unión Soviética era una superpotencia que, al menos, en términos militares, era percibida como un rival de Estados Unidos. Su efectividad económica, en cambio, era bastante inferior a la de las democracias occidentales. El ex canciller de la República Federal Alemana, Helmut Schmidt, describía en privado a la Unión Soviética como El Alto Volta con misiles. Ese desequilibrio entre el aparato bélico y el nivel de desarrollo económico también subsiste en la Rusia de Vladimir Putin.
El PIB de Rusia, un país con 184 millones de habitantes, es comparable al de España. El petróleo, los minerales y metales representan 72% de las exportaciones rusas. Con un PIB por habitante de US$8.900 y una expectativa de vida masculina de 66 años, Rusia tiene las características de una nación en vía de desarrollo de ingreso medio. Apoyada en una estructura económica frágil, su capacidad para proyectar poder a larga distancia es limitada.
Si la iniciativa rusa tiene por objeto proteger al régimen venezolano de una eventual intervención militar regional, el escudo ofrecido es contra una agresión imaginaria. Como afirmara en Washington el vicepresidente de Brasil, Hamilton Mourao, los países latinoamericanos no van a intervenir militarmente en Venezuela. La presión que están ejerciendo a favor del restablecimiento de la democracia en la nación vecina es de carácter diplomático. El verdadero peligro que confronta el régimen de Maduro es el que se origina en la incapacidad para suministrarle a la población salud y bienestar. Las deficiencias en el suministro de energía y agua, sumadas a las carencias de alimentos y medicina, han creado una catástrofe humanitaria. La presencia militar rusa poco contribuye a mejorar esa situación.
Si lo que se propone Putin es fastidiar a Washington, lo habría logrado a bajo costo, siempre y cuando la presencia militar rusa no constituya una amenaza estratégica. Evocando la frase de Marx acerca de la forma como se repite la historia, la incursión latinoamericana rusa de 1962 estuvo a punto de provocar una tragedia. Los primeros indicios sugieren que la del 2019 va camino a convertirse en una farsa.