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La forma como ha ocurrido la transición de una administración a otra constituye una discontinuidad en el comportamiento político tradicional en Estados Unidos. Lo que se acostumbraba, una vez concluida la elección y anunciado el candidato ganador, era que el otro candidato, o candidata, reconociera el resultado, aceptara el triunfo de su contrincante y le deseara éxito. Sin constituir parte oficial del proceso democrático, ese gesto tenía el efecto de darle legitimidad a lo sucedido y crear las condiciones para convocar a la unidad nacional, no obstante las controversias de la campaña. Dicho ritual contribuía a fortalecer la institucionalidad democrática y la confianza en el sistema electoral. Además, era un primer paso hacia la transferencia ordenada y pacífica del poder, un indicador de madurez política que caracteriza a las democracias consolidadas.
Esta costumbre no ha sido observada esta vez. El candidato perdedor se negó a reconocer el resultado de la elección, atribuyéndolo a un fraude, sin poder sustentar la acusación con pruebas verosímiles. Esta actitud por parte del presidente saliente obstaculizó la coordinación entre las dos administraciones. El cuestionamiento del régimen electoral ha creado confusión, introduciendo un elemento de perturbación del orden democrático.
Dada la naturaleza del sistema federal de gobierno en Estados Unidos, el control del proceso electoral se hace a nivel de los estados. La contabilización de los votos y la certificación del respectivo resultado se hacen en cada uno de los estados. Con base en esos resultados, el Colegio Electoral determina quién ha sido el candidato ganador. Luego, el Congreso se reúne para ratificar las cifras de los estados y el resultado del Colegio Electoral. Cumplida esa formalidad, dos semanas después se lleva a cabo la ceremonia de transmisión del mando, en la cual el presidente electo asume el poder.
En la eventualidad de que el presidente en ejercicio ganara la elección, iniciaría un segundo y último mandato. Dos periodos presidenciales es el máximo que permite la Constitución.
El 6 de enero, seguidores de Trump, motivados por la negativa a aceptar el resultado de la elección, ingresaron por la fuerza a la sede del Congreso para tratar de impedir la confirmación del triunfo de Biden. La fuerza pública logró expulsar del Capitolio a los invasores. Transcurridas varias horas, el Congreso pudo volver a sesionar y confirmar el nombramiento de Biden como presidente. El régimen democrático estuvo bajo asedio, no por un enemigo externo, sino por una coalición doméstica de grupos extremistas, incitados por la retórica beligerante de Trump. El intento por cambiar el resultado de las elecciones por medio de la violencia puede interpretarse como una modalidad fallida de golpe de Estado.
La conmoción política causada por la asonada contra la democracia ha dado lugar al inició de un juicio en el Congreso contra el presidente saliente por ‘incitación a la insurrección’.
Independientemente del resultado de esta iniciativa parlamentaria, la responsabilidad histórica por haber atentado contra la tradición democrática de la nación será parte inseparable del legado de Donald Trump.