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Durante las últimas tres décadas el mundo ha avanzado notablemente en la superación de la pobreza y en la creación de mejores condiciones de vida para gran parte de la población. Dicho progreso, que ha permitido una transición en las prioridades globales, ha puesto de relieve la importancia de la sostenibilidad medioambiental para la dinámica de desarrollo y para la prosperidad y el bienestar de las futuras generaciones.
En este contexto, los costos en términos económicos y reputacionales de proyectos de inversión que generan impactos negativos sobre el medio ambiente son cada vez más altos. De hecho, en los últimos años se han evidenciado varios casos de detrimento del medio ambiente y afectación de comunidades por cuenta de la ausencia de un adecuado análisis sobre los impactos de los proyectos de inversión. Casos sonados como la remodelación de las plantas Penwalt en Nicaragua en 1992, la construcción del oleoducto entre Chad y Camerún o el construido en la selva amazónica ecuatoriana en 2000, en los cuales algunas entidades financieras han sido piezas claves en su financiación, han afectado de manera importante la reputación del sistema, sin contar con el efecto financiero de la materialización del riesgo crediticio.
Como consecuencia, las entidades financieras han venido implementando sistemas de Análisis de Riesgos Ambientales y Sociales (Aras) junto a las evaluaciones de riesgo tradicionales con el fin de evaluar y cuantificar los riesgos asociados a ciertos proyectos de inversión. Estos esquemas son, sin duda, beneficiosos para las entidades y la sociedad, no solo porque permiten mitigar los riesgos ambientales y sociales sino porque generan nuevas oportunidades de negocio.
Entidades multilaterales, entre las que se encuentran la Corporación Financiera Internacional o el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo Sostenible, han expedido documentos con el objetivo de dar directrices para la correcta implementación de Aras. A nivel internacional, varias han sido las políticas y buenas prácticas destacadas e implementadas por bancos como el Westpac de Australia, Bradesco de Brasil o Banorte de México.
Se destaca el hecho de que estas entidades han tenido en común el haber incluido los temas ambientales y sociales dentro de su estrategia de negocios con el fin de reducir los riegos directos e indirectos. En el caso de Westpac, la incorporación de estos temas le permitió entrar a hacer parte del índice de sostenibilidad del Dow Jones y ser nombrado como el banco más sostenible a nivel global en 2015. Por supuesto, estas iniciativas han derivado en reconocimiento y buena reputación gracias al impacto positivo de sus acciones sobre el entorno en el que operan y su adherencia a los estándares internacionales más relevantes en esta materia.
La banca colombiana no ha sido ajena a este proceso. De hecho, a pesar de que el país no cuenta con una reglamentación que obligue a las entidades a realizar Aras, ha sido por decisión propia de la banca la promoción de estas iniciativas con el fin de implementar gradualmente este tipo de análisis en su estrategia de negocio. La más relevante ha sido, sin duda, la suscripción del Protocolo Verde en el año 2012, con la que se busca trabajar por la preservación del medio ambiente y el uso sostenible de los recursos naturales.
Si bien los avances en esta materia han sido enormes, los retos que aún persisten son de gran calado. Dentro de los desafíos se encuentra lograr que cada entidad evalué la naturaleza de sus operaciones, construir e implementar un Aras acorde con su modelo de negocio y apetito de riesgo y, por último, considerar la aplicación de este esquema en todas las áreas de operación de las entidades.
La banca ha sido proactiva en este frente y estos esfuerzos de autorregulación demuestran su compromiso en la reducción de los riesgos ambientales y sociales. Esta valiosa iniciativa reitera desde luego el permanente compromiso con el futuro sostenible para el país, apoyando proyectos responsables con el planeta y sus habitantes.