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Analistas 18/04/2017

Una lucha decisiva…

Santiago Castro Gómez
Expresidente de Asobancaria
La República Más
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La corrupción, cual lúgubre fantasma, continúa rondando y acechando a lo largo y ancho del país. Parece un cáncer que hizo metástasis y que obstaculiza el desarrollo y el bienestar económico y social. La sociedad colombiana, producto del hastío y la indignación, ha venido sin embargo dimensionando el enorme lastre que este flagelo nos deja en términos de crecimiento y desarrollo. 

Hoy, las conductas recurrentes de prácticas indebidas en materia de sobornos, contrataciones y abuso del poder, tanto en la esfera pública como privada, han logrado exacerbar, con justa causa, la indignación de la ciudadanía. Observamos cómo se ha empezado a develar la importancia de avanzar de forma decidida en discusiones y debates públicos y rigurosos que permitan evaluar de manera comprensiva las dimensiones y alcances de la corrupción en Colombia, así como sus canales de propagación, sus costos y la efectividad de las medidas de contención. Acá, el llamado es ahora vehemente para que el estado colombiano actúe de forma más efectiva contra este flagelo y mitigue sus onerosas cargas y externalidades. 

Si bien dimensionar con exactitud los alcances de la corrupción en el país no es una tarea sencilla, existen hoy algunas aproximaciones sobre sus costos. Mientras a nivel global el costo promedio de la corrupción asciende, según el Fondo Monetario Internacional, a cerca de 2% del PIB global, los costos de este fenómeno a nivel local, según algunos órganos de control, parecen oscilar entre el 4% y 5% del PIB, unas cifras sin duda penosas y escandalosas.

Las evaluaciones internacionales continúan siendo claras en señalar que la debilidad institucional para controlar el abuso del poder en Colombia continúa siendo uno de los principales factores que propician la persistencia de la corrupción, un hecho que va en detrimento de la eficiencia y la competitividad que tanto requiere el país para lograr una mejor asignación de recursos. En efecto, los índices internacionales de competitividad advierten que nuestro país ocupa particularmente una de las peores calificaciones mundiales en cuanto al desempeño de sus instituciones, lo que explica en buena medida nuestro rezago internacional en materia de competitividad.

Hasta el momento, el conjunto de herramientas implementadas durante la última década para afrontar la corrupción ha dado algunos frutos, pero estos continúan siendo insuficientes. Si bien los montos fiscalizados han aumentado en más de diez veces y las sanciones en más de dos veces, el alto nivel de impunidad continúa vigente. Según el Observatorio de Transparencia y Corrupción, tan solo una de cada tres multas es efectivamente pagada.

Las medidas anticorrupción desarrolladas en el país continúan, en este contexto, sin impactar de manera notable las calificaciones de Colombia en los índices de corrupción internacionales, por lo que persisten aún varios retos que tendrán que ser superados para que sus resultados se materialicen de manera oportuna, convincente y sostenible.

Para avanzar en la reducción de factores estructurales como la impunidad y la corrupción, se requeriría profundizar en frentes como i) la mayor independencia de los órganos de control frente a los investigados, ii) la adopción de códigos de gobierno en pequeñas y medianas empresas, iii) desarrollar medidas anticorrupción más efectivas en sectores con mayor vulnerabilidad ante este flagelo y iv) fortalecer la ética como base para garantizar conductas lícitas tanto de funcionarios públicos como del sector privado.  

En síntesis, si bien los costos explícitos de la corrupción son verdaderamente altos para Colombia, los costos de oportunidad adicionales que se generan por cuenta de la afectación en materia institucional, de eficiencia y competitividad, agudizan seriamente la problemática. Estos, por supuesto, son argumentos de peso para intensificar de manera decidida la lucha contra la corrupción, la cual debe pasar no solo por generar condenas judiciales efectivas y oportunas, sino también por ejercer sanciones sociales y éticas ejemplares.

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