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El fallecimiento (de muerte natural) de Antonin Scalia (1937-2016), miembro de la Corte Suprema de Justicia, ha puesto de presente la profunda división ideológica por la que atraviesa (nuevamente) los Estados Unidos. Habiendo sido postulado por Reagan en 1986, Scalia hizo gala de su interpretación “originalista” de la Constitución para oponerse a la integración racial de los colegios, al aborto, a la libertad de no tener que recitar oraciones en los colegios públicos y, por supuesto, manifestarse a favor de la pena de muerte. Scalia fue, sin lugar a dudas, el mayor exponente del radicalismo derechista durante los últimos 30 años al interior de esa poderosa Corte Suprema de los Estados Unidos, la cual opera como “última instancia y organismo de cierre final” en las mayores controversias jurídicas de ese país.
Ahora la saliente Administración Obama tendrá, durante mayo-noviembre de 2016, una oportunidad histórica para buscar la ratificación ante el Senado de un candidato con inclinaciones más “centristas”. Ya se han identificado candidatos de los Altos Tribunales de apelación (liderando Grassley), ninguno de los cuales despierta animosidad ideológica que pueda arriesgar la negativa del Senado. La coyuntura jurídica es crucial, pues están en juego decisiones relativas a la ratificación del Obama-care y de las leyes de inmigración (con gran oposición Republicana).
Esta elevada politización de ese Alto Tribunal deja una vez más claro que, a nivel global, priman las decisiones de corte ideológico y que eso de “fallar en derecho” no es sino una cortina de humo para justificar interpretaciones de la Constitución. Por ejemplo, la escuela “originalista” de Scalia acomodó en múltiples ocasiones sus interpretaciones sobre lo que los “fundadores” quisieron decir con tal o cual principio Constitucional para defender el derecho a cargar armas (inclusive con municiones de repetición) o defender la intromisión de la religión en decisiones de Estado, aduciendo que la “gobernancia provenía de la autoridad que Dios les daba a las Altas Cortes”.
Pero el problema es que esa escuela “originalista” se contrapone a otra igualmente peligrosa como la del “activismo”, la cual afecta la estabilidad Constitucional. Esta última aduce que “la Constitución está viva” y que, por lo tanto es cambiante, luego proceden de forma similar a interpretar cómo deben acomodarse a “lo nuevo”. Este otro enfoque también ha generado inestabilidad jurídica, al punto que, en los sondeos de finales de 2015, 50% rechazaba el desempeño de la Corte Suprema.
En el caso de Colombia, atravesamos por la peor crisis institucional del sector justicia desde la Carta de 1991. Por ejemplo, la credibilidad del sector justicia no supera 20% de la población y es claro que la interpretación de los “códigos napoleónicos” adoptados en América Latina han terminado por provocar mayor inestabilidad que el enfoque “práctico” anglosajón del tort-law. Veamos algunas fallas.
Carencia de liderazgo. La Corte Constitucional en Colombia no proviene de los nombramientos que haga directamente el Ejecutivo y, a diferencia de lo que ocurre con los miembros de la Junta del Banco de la Republica (BR), ninguna Administración termina por responsabilizarse por la calidad de los miembros que llegan. De hecho, con el tiempo han llegado Magistrados dedicados al tráfico de influencias, sin que exista la institucionalidad requerida para sí quiera poder salir de ellos.
Irrespeto a los Fallos. Dado este mal esquema organizativo, no debe sorprendernos que los fallos de la Corte Constitucional sean recurrentemente burlados por el CSJ. Por ejemplo, la Corte prohibió realizar paros en el sector justicia, dado que la Constitución así lo establece cuando se trata de un servicio público fundamental como el de la justicia. Pues bien, la justicia ha continuado haciendo paros recurrentes en 2009, 2012-2013 y nuevamente en 2016, sin que el CSJ (o su nuevo equivalente) haga respetar lo ordenado por la Corte Constitucional.