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Analistas 19/09/2022

Juncos, bibliotecas y democratización

Sergio Clavijo
Prof. de la Universidad de los Andes

Relata en su maravillosa obra Irene Vallejo (2021 “El infinito en un junco”) el nacimiento de la palabra escrita por allá cerca del año 2.000 AC en el alto Egipto, organizada finalmente a través de 22 signos alfabéticos. De esta ramificación aramea saldrían después las lenguas hebrea, árabe y la hindú. Ese había sido un largo transitar, desde que, en el año 6.000 AC, se registrara comunicación escrita en Mesopotamia mediante simples signos: dos rayas paralelas significaban amistad y si cruzada por diagonal entonces enemistad, tal como figura en las tablillas-sumerias de mensajes pictográficos.

Ese uso del alfabeto liberaba por fin a los comerciantes de aquellos “escribas” que hasta entonces dominaban las cuentas numéricas de las actividades y, por tanto, lo que ocurría en los diversos mercados. En particular, de ellos venía dependiendo el registro inmobiliario al requerirse de precisión numérica referida a ubicación y metrajes aledaños. El “escriba”, que hasta entonces era El Jefe, empezó a sentir la amenaza de la democratización del aprendizaje.

Pero esta democratización (vía alfabetismo) sería un largo camino de otros 2.000 años, pues requería: enseñanza privada, disponibilidad de escritos en papiro, su delicado almacenamiento y ello solo estaba al alcance de las clases pudientes y de los gobernantes. Pero ese largo proceso se iniciaría en el siglo XVII y llegaría a su clímax en el XXI (O. Galor, 2021 “The Journey of Humanity”). Se trató de un giro histórico particular si se tiene en mente que aun el gran imperio inca careció de comunicación escrita, limitándose a mensajes en nudos de cuerdas (quipus).

Para el año 1.000 AC, la divulgación de lo escrito ocurría a través de los mercados de “papiros” (las venas de los juncos que crecían de manera casi exclusiva y generosa en Egipto). En cambio en sus vecindades tenían que recurrir a tablillas de barro que se remojaban para reutilizarlas o se quemaban si se quería dejar “impreso” dicho contenido. Curiosamente, a raíz del calentamiento global, se acaban de encontrar, en este 2022, nuevas tablillas de barro y bastante intactas, lo cual tiene a los antropólogos de plácemes por sus novedosas revelaciones (... tal vez la única buena noticia resultante del calentamiento global).

Pues bien, ese relato de “papiros”, sus rollos y almacenamiento, llevan a Vallejo a preguntarse por las raíces y objetivos de diseminar las bibliotecas públicas. Y es así como el relato central de tan bella obra tiene que ver con la exploración de lo poco se sabe sobre la Biblioteca de Alejandría, ubicada en la famosa ciudad El Faro (Constantinopla). Ella no solo guiaba el comercio marítimo regional, sino las luces del conocimiento y su difusión.

Los lectores allí aprendemos de las sutilezas de bibliotecas que, en realidad, nacen como elegantes bodegas de almacenamiento de rollos de papiro. Ellas no eran inicialmente salas de lectura, pues la usanza era leer en voz alta para asimilar la lecto-escritura. El clímax de acumulación de papiros se dio en la biblioteca de Alejandría hacia el año 220 AC. Pero la toma de Persépolis a manos de Alejandro Magno aparentemente terminó con su destrucción, habiendo sobrevivido pocos ejemplares escritos hacia el 500 AC. Todavía se especula si fue con la llegada de Julio Cesar a Egipto que ocurrió tal incendio, según lo insinúa Séneca.

Así, mientras Aristóteles venía discutiendo la importancia de la lecto-escritura, Sócrates veía la divulgación de lo escrito como una amenaza a una sabiduría que entonces se entendía como la capacidad de recitar de memoria la Ilíada y la Odisea. En cambio, Platón fue de los primeros en intuir que la liberación de la memoria, mediante los registros escritos, permitiría apuntalar lo analítico, “filosofar” (el libre pensamiento). De lo escrito nació entonces la posibilidad de progresar analíticamente, en vez de desperdiciar esfuerzos innecesarios en la oralidad. Dicho de otra manera, alfabeto y registros en papiro posibilitaron el pensamiento analítico: escribir para pensar y refinar la ideas, no simplemente como instrumento recordatorio (Van Doren, 1995 “History of Knowledge”).

Tras Alejandría vendría la consolidación de lugares públicos de lectura, destacándose las bibliotecas de: Trajano en el 112 DC; la “moderna” de Nicoli en el convento de San Marcos en Florencia hacia el 1444; las de Oxford-Cambridge; Louvre como centro cultural público tras la revolución francesa; y en los siglos XIX y XX el auge de bibliotecas públicas como las del Congreso de EE.UU., Universidad de Yale y la de Illinois en Urbana-Champaign (la tercera en tamaño).

Fue en esta última donde experimenté lo relatado por la Vallejo sobre “enamoramiento-literario” a través del acceso directo a los libros bajo calidad de estudiante de doctorado. Estos portan carnet especial de acceso a los “stacks”, evitándoles tener que solicitar los libros. Allí descubrimos con Alberto Carrasquilla acceso directo a obras como la primera edición del libro de David Ricardo postulando su teoría de ventaja comparativa, libro que debería haber estado en el “rare-book” y no en nuestras manos. Convivíamos con libros de museo y la gran cofradía que había nacido 4.000 años atrás de la mano de los juncos almacenados con esos 22 signos de los cuales emanan conocimiento y sentimientos profundos.

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