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Las leyes anti-monopolio se instituyeron tempranamente en EE.UU. entre 1890 y 1914, con el doble propósito de defender los derechos de los consumidores y de evitar un exceso de concentración de la propiedad en sectores cruciales de la economía, tales como el sector financiero y la prestación de los diversos servicios públicos. Con el tiempo, la regulación ha venido enfatizando menos los temas de concentración de la propiedad y mucho más los resultados de efectividad en la protección del consumidor.
Esta evolución regulatoria de menor preocupación por la propiedad y más por los resultados de la competencia entre firmas a favor del consumidor tiene especial sentido económico si se tiene en cuenta que, la mayoría de las veces, el propio marco regulatorio lo que induce es la mayor concentración al exigir mayor disponibilidad de capital para adelantar más inversiones a favor de los consumidores. Por ejemplo, en el caso de la telefonía convencional y ahora con la celular, se exige que la calidad de las comunicaciones progrese, en medio de mercados cada vez más congestionados en su tráfico del día a día. Cumplir con estos mandatos de inversión, solo lo pueden hacer firmas cada vez más grandes, que buscan compensar los costos de esas inversiones a través de ganancias en economías de escala.
Esto mismo aplica al caso del sector financiero, donde con particular vehemencia las exigencias de la Ley Dodd-Frank y de Basilea III han venido concentrando la propiedad accionaria. Por esta razón no tiene mayor sustento que se diga que la concentración proviene simplemente de las fuerzas del mercado (lo cual es cierto en tanto obedece a la competencia misma), sino que detrás de ello existe un impulso adicional resultante de la regulación.
Mientras más exigente y con mayores requerimientos de capital, el Estado debería saber que ello implica “índices de Herfindalh” mostrando cada vez mayor concentración de activos y del mercado.
Pero ahora ha surgido un tercer elemento pro concentración de la propiedad: los bloques de comercio internacional. El caso más reciente ha sido el anuncio de Alemania y de Francia buscando alianzas entre sus grandes firmas para poder competir con Estados Unidos y de China. En particular, se habla de fusiones de la Siemens de Alemania con Alsom de Francia para tener más músculo en las licitaciones. Aunque esto tiene cierta racionalidad, han surgido reparos desde la óptica de la protección al consumidor local, pues habría prácticamente un monopolio . El problema de fondo es que los tamaños de mercado de Europa tienen el desafío de competir con los de EE.UU. y China. A mano se tuvo el relativo éxito de Airbus que logró enfrentar desde Europa la competencia de Boeing.
Los desafíos regulatorios son inmensos, pues aún al interior de la Unión Europea se tiene poca claridad sobre la mejor forma de proceder. En general, los servicios sufren el problema de la “última milla”, lo cual induce aún mayor concentración en los oferentes de servicios de TV-cable, comunicaciones y energía.
Esta situación se hace aún más demandante al pensar en el desarrollo de la tecnología digital. Su marco regulatorio debe hacer un cuidadoso análisis en al menos tres áreas: i) implicaciones de su rápida aplicación a las transacciones del día a día; ii) los mecanismos de desintermediación financiera; y iii) la incidencia sobre la concentración en el mercado de capitales. Todos estos aspectos habrán de tener implicaciones sobre las tareas de regulación financiera y laboral en el futuro inmediato.
A este respecto, decíamos recientemente que el Fintech está representando, de una parte, un gran beneficio para el consumidor al mejorar rápidamente el acceso a bajo costo marginal. Esto habrá de tener, por fin, un positivo impacto sobre la ansiada “inclusión financiera” , pero, de otra parte, esta tendencia está amenazando el negocio de intermediación bancaria tradicional. Esto, además, ocurre al tiempo que los bancos enfrentan más costos regulatorios de capital-liquidez.
Este impacto de la tecnología digital no se limita al mundo financiero, sino que está cambiando la forma en que opera el transporte (Uber), la hotelería (Airbnb) o el comercio minorista (Amazon). En efecto, la verdadera revolución del negocio bancario está ocurriendo es en el lado activo del balance. De hecho, el fondeo transaccional, en su originación, continúa ocurriendo por el canal tradicional de bancos centrales y del multiplicador monetario a través de la banca comercial, donde los esquemas de cripto-monedas en realidad juegan un papel marginal.
Dicho de otra manera, el sistema de intermediación financiera tradicional ha perdido el carácter cuasimonopólico que daba la “licencia bancaria” y ahora se enfrenta a una desintermediación ágil y de bajo costo. Nótese que esta intermediación ya no requiere los exigentes esquemas de “confiabilidad-financiera” de las tarjetas de crédito, las cuales reinaron por cinco décadas del período 1965-2015.