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Analistas 21/06/2022

Paradigmas musicales clásicos

Sergio Clavijo
Prof. de la Universidad de los Andes

El mundo se aprestaba a celebrar los 250 años del nacimiento de Ludwig Van Beethoven, fechado 16 de diciembre de 1770, cuando estalló la pandemia covid de finales 2019. Se cancelaron múltiples conciertos a nivel global y los reprogramados como virtuales, obviamente, no tuvieron el brillo deseado para celebrar semejante ocasión.

Somos varios los melómanos de la música clásica que estamos en la tarea del desquite bajo la “normalización” iniciada en este 2022. Esta pausa de temas electorales me lleva a compartir reflexiones sobre la revolución musical que Ludwig impulsó de manera crucial, edificando sobre los aportes de Monteverdi, Bach y Mozart (para solo nombrar los mas conocidos).

En las ciencias, se ha acuñado el término de revoluciones cognitivas a través del concepto de “paradigmas”: estos plantean innovadoras preguntas, cuyas respuestas suelen requerir nuevos instrumentos analíticos, los cuales toman tiempo en desarrollarse. Así ocurren entonces las transiciones del conocimiento establecido hacia las revoluciones cognitivas, como las generadas en la física por Galileo, Newton o Einstein (ver Kuhn, 1962, “The Structure of Scientific Revolutions”); o en las ciencias naturales por Humboldt y Darwin al conceptuar “el medio ambiente” (Andrea Wulf, 2016 “The Invention of Nature”).

Difícil resistir la tentación de extender esta analogía al mundo de las artes y, en particular, a la música clásica celebrando la revolución planteada por Ludwig. Beethoven requirió emplearse a fondo como: i) humanista (enfrentando desventaja de su poca formación académica); ii) político (influenciado por el imperio Napoleónico, admirado al inicio y después repudiado); y iii) persona de recio carácter, pero de gran sensibilidad humana. Esto último lo demostraría en su entrega a la difícil crianza familiar frente a un padre alcohólico, la carga de su sobrino como hijo adoptivo y sus ambivalentes sentimientos ante fallidos romances.

Todo ello lo combinó con esa genialidad musical que seguimos admirando y disfrutando 2,5 siglos después, al punto que los críticos de música clásica insisten en sacudir al establecimiento del “exceso de Ludwig” para abrirle espacio a nuevos talentos algo ignorados. El ciclo iniciado por Bach, en el 1700, perfeccionado por Mozart y catapultado por Beethoven hacia el romanticismo encontró su cenit creativo en las propuestas de Wagner, Brahms y Debussy. Estos últimos darían pie al “modernismo” de un Schoenberg (dodecafónico-atonal) y un Stravinski (bordeando lo tonal). El posicionamiento paradigmático musical del último Siglo (1920-2020) lo ganaría Igor, montado sobre los hombros de “los 5 poderosos Rusos” (Rimsky-Korsakov, Tchaikovski, Musorsky, Borodin y Cui), ver Tommasini (2018) “The Indispensable Composers”.

Sensibles como solemos ser frente a la música clásica profunda, nos invaden sentimientos trascendentales cuando quiera que visitamos las “mecas-musicales” de Bach en Leipzig (especialmente si esta coincide con la semana santa de oratorios), de Mozart en Salzburgo (donde el Schloss Leopoldskron lo extiende al mundo del teatro y la filosofía moderna) o la propia cuna de Beethoven en Bonn (ver adjunta su figura imponente dominando su plaza y nosotros postrados en compañía de las nuevas generaciones).

Aún en vida, la personalidad de Ludwig irradiaba tal admiración que pudo fraguarse pionera carrera como músico profesional independiente. Ese era el tipo de vida que tanto añoraba Mozart y que solo disfrutó brevemente debido a las caprichosas Cortes y al efímero existir (falleciendo a los 35 años). Los destellos de genialidad-libertad de Mozart frente al “obligado” Salieri han sido magistralmente ilustrados en el “Amadeus” de Shaffer (1980) y realzados en el cine de Milos Forman (1984); ¿Qué más podía esperarse del Forman que había capturado la generación-1968 con su obra “Hair”?

Schubert tuvo el infortunio de haber nacido bajo la sombra de un genio Ludwig reciente fallecido (1828) y engrandecido, lo cual lo dejaba obnubilado frente a su legado. Pero, afortunadamente, el grueso de las obras de Frank estuvieron a la altura de un Beethoven, tales como: i) su sinfonía “inconclusa IX”; ii) sus obras para cámara (incluyendo destacados octetos); y iii) elevó al máximo el legado de los cuartetos tipo Haydn y Beethoven.

Las obras tardías para piano de Beethoven no fueron bien comprendidas en su época, según lo expresaran los críticos, y Ludwig sabía que se adelantaba en el tiempo, tanto por su complejidad técnica como por la estructura artística. De allí que Ludwig concluyera que ellas darían para debates en las siguientes décadas y, por supuesto, prácticas incesantes de los interpretes para acomodar cambiantes ritmos y tonalidades (como en “Hammerclavier”).

La influencia de Beethoven estuvo viva también en la pugna musical entre el romanticismo alemán de Brahms y el sufrido nacionalismo ruso de Tchaikovski: Johannes simulando no inmutarse por los profundos mensajes de la “Patética” quinta del Ruso y Peter concluyendo que al alemán supuestamente le falta emoción en su sinfonía No. 1 (la cual rápidamente se posicionó como la X que Ludwig habría querido escribir). Esos, en el fondo, eran episodios de celos “revolucionarios” de la música clásica, todos tratando de superar el poderoso legado de Ludwig (... como diría Alex en “la Naranja Mecánica” de 1971).

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