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El antropólogo e historiador colombiano Carlos Granés recibió la importante tarea de publicar una antología de las obras de Mario Vargas Llosa (peruano-español), cubriendo 70 años de su actividad y quien a los 88 años de Mario todavía continua activa. El primer volumen (“Fuego de la Imaginación”, 2022) cubre no solo literatura Latinoamericana, sino la anglosajona, española y francesa.
Son múltiples los reconocimientos a Vargas Llosa, como el Premio Nobel de Literatura (2010), Cervantes (1994), Asturias (1986) y Gallegos (1967). Y recientemente como miembro de la Academia de la Lengua Francesa (2021).
He sido admirador de sus relatos históricos novelados (tipo “Cachorros” o “Historia de Mayta”), identificándome con su juventud izquierdista y con su rápida convergencia a la democracia de centro. Me han entusiasmado menos sus obras imaginarias.
La primera mitad de dicho libro me lleva a concluir que el propio Granés terminó fuertemente influenciado por la pluma de Vargas Llosa. La forma en que Carlos relata en su “Delirio Americano” (2021) está bien mediado por el papel de todas las artes en la “validación” política, incluyendo la pintura, el muralismo, la escultura y hasta la arquitectura. La única faceta que ha quedado allí excluida es la del papel validador de la música-popular y revolucionaria, la cual requieren una obra aparte.
Desconocía yo la gran afición de Mario por el teatro, la pintura y la arquitectura, denotando un saber enciclopédico que aplica bien en sus diferentes relatos de vida-arte. Se nota en Mario una activa vida investigativa in-situ, buscando “apropiarse” de los lugares donde ocurrieron los hechos, entrevistando él mismo a los participantes ancestrales más cercanos a los hechos y sacando sus propias conclusiones, las cuales bien pueden ser contrarias al saber popular.
Lejos ha estado Mario de querer destacarse “llevando la contraria” (como le gusta a varios arribistas); Vargas Llosa simplemente quiere entender a fondo el contexto histórico y extraer sus propias conclusiones. La mayoría de las veces, creo yo, encuentra él un “justo medio” sobre las circunstancias que llevaron al personaje histórico a tal accionar. Su enciclopédica pluma suele ser útil guía para aquellos que nos asomamos, por ejemplo, al modernismo pictórico (tan sobre-valuado como en el caso del Británico Hirst, pág. 758).
De tan extensa obra quiero resaltar unas pocas joyas. A nivel de la relación literatura-política, lo escrito sobre el diplomático chileno Jorge Edwards (pág. 145) es fascinante en lo relativo al importante papel que este cumpliría con Eduardo Frei y posteriormente en la elección de Allende; sus críticas a dicho régimen y su alejamiento del modelo de Cuba, pero (con razón dice Mario) nunca lo suficiente como para haber detectado el peligro de las dictaduras de izquierda.
El relato sobre Miguel Ángel Asturias (pág. 156) denota un gran conocimiento de su obra y del personaje, concluyendo que se erigió como el gran exponente de la literatura indígena sin siquiera conocer ese movimiento de primera mano y mucho menos su idioma o costumbres. Sin embargo, la gran relatoría de Asturias lo llevó a ser uno de los pioneros “indigenistas” y sin él proponérselo.
En esta misma dirección, el perfil que hace Vargas Llosa de Borges (pág. 171) suena autentico y revelador, postulándolo como el gran artífice de las formas, presentando al “idioma español como inteligente en sí mismo”. Esto a pesar de la gran ignorancia y hasta desprecio por el mundo real (incluyendo algunas facciones de la humanidad).
Y hablando de argentinos, la sensibilidad de Mario frente al convulsionado e indescifrable Cortázar (pág. 183), casi bipolar, hace que logre deslindar su admiración (por sus obras tempranas) de su amigo perdido tras el mayo de 1968 (ya a sus 50 años de edad) y su obsesión con el socialismo.
La literatura, que había sido como “el juego de Rayuela”, se le escapó a Cortázar y se volvió indescifrable, hasta su propia vida, culminando en desafinada tonada de trompeta, como lo relata Mario. Admirable el buen discernimiento de Mario (aun en 1991, cuando Cortázar ya era una gran figura) para distinguir al amigo brillante y productivo de los años cincuenta, de su amigo decadente, en vez de caer en la permanente adulación.
Los relatos referentes a la pintura han resultado, para mi, de lo mejor de dicha antología. Los escritos dedicados a la Kahlo (pág. 738), Monet (pág. 739), Van-Gogh (pág. 743) y Gauguin (p.770) son maravillosos logros, tanto por sus relatos de contexto histórico como por la introspección en cada uno de ellos.
Particular impacto me causó el de Monet en Giverny, pues esa apropiación del paisaje la he podido vivir al transportar tales imágenes del París-rural a la Bogotá-rural de Choachí (según imagen adjunta pintada por uno de mis familiares).
El culmen de la realidad aplicada a las artes, la sintetiza bien Vargas Lleras en su escrito sobre “el surrealismo integrador” a través del papel que cumplen los mercados (p.753). Mientras el vanguardismo puro de Breton se oponía a la aplicación del arte surrealista al mundo visual comercial, incluyendo la moda, Mario ilustra en detalle el papel cumplido por Dalí, Ernst y Miró resaltando su expresividad hasta en el ballet, vía el libre mercado de las ideas.