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Durante las discusiones del proceso de paz en Colombia (2016-2018), el DNP se dio a la tarea de estudiar de qué magnitud podrían ser los llamados “dividendos de la paz”. En un sentido estrecho, dichos dividendos suelen entenderse como la posibilidad de entrar a reducir las asignaciones presupuestales a la fuerza pública y del sector justicia, para proceder a asignar mayores recursos a sectores más productivos, especialmente en seguridad social e infraestructura. Y, en un sentido más amplio, también se hablaba de los beneficios que traería la paz al acelerar el crecimiento del PIB-real, gracias al menor número de atentados a la infraestructura, mayor seguridad ciudadana y la atracción de mayor turismo e inversión extranjera directa que todo esto conllevaría.
En aquel momento, el DNP estimó que todo ello podría acelerar en cerca de 2 puntos porcentuales el PIB-real de Colombia, pasando entonces de tenerse crecimientos de 3,5% anual a cerca de 5,5% anual a la vuelta de unos cinco años. Pero, infortunadamente, esos “dividendos de paz” han sido más bien magros y hoy tenemos que: i) el presupuesto de policía sigue siendo el mismo 1% del PIB y el del ejercito otro 2,5% del PIB, totalizando casi 3,5% del PIB (prácticamente el doble del valor que debería tener un país verdaderamente en paz); ii) los gastos en justicia penal y en mantenimiento de prisiones se han elevado (resultante de los mandatos de paz); y iii) el PIB-real se ha continuado desacelerando de 3,5% anual hacia un pobre 2,7% anual en el quinquenio 2019-2024 (en parte por los dañinos efectos de la pandemia de 2020).
Así que el costo directo de la violencia en Colombia continua prácticamente inalterado y bordea 1% del PIB por año a nivel presupuestal, similar al que se tenía en 2014 (ver BID-Fedesarrollo, 2024, “Los Costos del Crimen y la Violencia en América Latina y el Caribe”). Estos costos están asociados directamente a intentar contener los graves daños que genera la violencia que se manifiesta en Colombia a través de tasas de homicidios bordeando (todavía en el 2024) la abominable cifra de 25 homicidios por cada 100.000 habitantes, cuando en los países de verdadera paz esa tasas no superan 5.
Era claro entonces y hoy se ratifica que la Administración Santos estaba sobrevalorando el impacto de una paz que requería mejor administración y contención del narcotráfico. El país pasó de tener un área cultivada en narcóticos de 90.000 has. en 2016 a las 210.000 has. actuales (... tras los gobiernos de Santos-II, Duque y Petro). No solo se ha sido permisivo con el narcotráfico, sino que nunca se asignaron los recursos presupuestales requeridos para su sustitución, cifra que habíamos estimado en cerca de 5,5% del PIB durante 2019-2024 (Anif, 2017 “Dividends and Costs of the Peace Process”).
Y esos costos de la violencia no afectan únicamente al sector público y su presupuesto, sino que se manifiestan también sobre un sector privado que incurre en gasto-improductivo, pero inevitable, para poder operar en tales condiciones. Se ha estimado que dichos costos sobre el sector privado ascendieron a 1,8% del PIB en 2022 en Colombia (con cifras similares en Brasil y México, también agobiados por dicha violencia), mientras que en Chile fueron prácticamente la mitad, al igual que en una muestra de países de Europa que incluían regiones diversas (desde Polonia hasta Suecia), ver cuadro adjunto.
Y con esas tasa de homicidios tan elevadas se destruyen (tempranamente) vidas productivas, cae la productividad y se frena el crecimiento y el bienestar general. Este efecto lo recoge la literatura económica a través de medir la “destrucción de capital humano” y se cuantifica como menor valor producido a lo largo del tiempo, trayéndolo a “valor-presente-neto”. El estudio del BID-Fedesarrollo (antes citado) ha estimado que este efecto le resta al bienestar de Colombia 0,9% del PIB frente a 0,4% del PIB observado en Chile o 0,2% del PIB en la muestra de Europa-6. Esta cifra promedio en América Latina es también elevada (0,9% del PIB) por el negativo efecto que se tiene en Centroamérica (especialmente Salvador y Honduras) y en el Caribe (Jamaica o Haití).
De esta manera, se tiene el abominable resultado de costos (públicos, privados y de destrucción de capital humano) asociados a los elevados niveles de violencia que ascienden a 3,7% del PIB en Colombia, mientras que estos bordean 2% del PIB en Chile o en Europa-6. En América Latina, entre los países grandes, nos secundan en este mal desempeño Brasil (3,3% del PIB) y México (3,1% del PIB), donde las tasas de homicidios son 22 y 25 por cada 100.000 habitantes (respectivamente).
Así que el “común denominador” de este mal desempeño está asociado al narcotráfico y su violencia, luego sorprende que los premios Nobel de Economía (2024), conocidos como AJR, afirmen que este hecho poco aporta a la hora de entender esta situación de “Estados semi-fallidos”. Como decíamos recientemente, estas afirmaciones de AJR son como si un buen historiador nos dijera que la lucha contra la ilegalidad del tabaco y el alcohol, durante 1920-1933 y su profunda huella hasta 1980, en nada explican el discurrir de Chicago, Boston o Nueva York (¿Acaso forzadas regresiones econométricas podrían reescribir sus historias?).