Comparto con Hugo Chávez dos premisas básicas: una, el socialismo es la manera más ética de gobernar a los hombres; dos, el espíritu bolivariano es una eterna deuda que tenemos los latinoamericanos con nosotros mismos, con una oportunidad histórica abortada de ser una sola patria grande, y no diecinueve republiquitas vacilantes.
El problema es que creo que Chávez no hizo socialismo de verdad, y que su alarde bolivariano nunca trascendió de ser una mixtura de teatralidad y megalomanía. Y en ese sentido, el daño que les hizo al socialismo y al espíritu bolivariano, y de paso a Bolívar, son incalculables, y en lugar de avanzar en la construcción de esas dos utopías, sus 14 años de aventura política terminaron por generar más prevenciones y suspicacias contra ellas. Chávez desperdició una oportunidad única, en parte por su escasa claridad intelectual, y en parte por un ego mesiánico inmenso que no lo dejaba ponderar consecuencias ni medir implicaciones de largo plazo.
Ahora bien, Hugo Chávez es el producto lógico de más de cien años de un modelo económico y un sistema político ilógicos en América Latina, con sus mismas castas gobernantes desde el siglo XIX. Chávez capitalizó el malestar de esas masas enormes de excluidos, que en la mayoría de nuestros países son apáticos e indiferentes a la política (con lo cual ayudan a eternizar los proyectos excluyentes en el poder) y los convirtió en una fuerza beligerante, decisiva, pero no para construir institucionalidad sino para alimentar su propia hegemonía autocrática.
El meollo de todo el asunto es que Chávez pregonó el socialismo del siglo XXI, pero lo que puso en práctica fue una mezcla de simple populismo caudillista y algunas doctrinas del más rancio comunismo, el de las dictaduras soviéticas y de sus países satélites. Así, en lugar de convocar y aunar voluntades (lo cual hicieron socialismos como el noruego o más recientemente el de Brasil) prefirió apelar al peligroso y trasnochado libreto de la lucha de clases y la estatización de los medios de producción. Para maniatar a sus enemigos (los ricos, en una visión muy simplista) debilitó todo el aparato productivo de su país, lo puso a depender como nunca del petróleo y obstaculizó los flujos de capitales, siempre con una gran informalidad e improvisación en las decisiones. Todo mediado por un culto impresionante a su personalidad, y en medio de una destrucción progresiva de las instituciones, para gobernar él solo en medio de los escombros del Estado.
El golpe de gracia fue ordenar por ley el fin de la pobreza, con lo cual consiguió mejorar unos indicadores internacionales, y asegurar la masa votante para siempre. Es algo inteligente, desde la lógica de quien quiere perpetuarse en el poder, pero es algo perverso porque terminar con la pobreza por decreto es ficticio, insostenible en el mediano y largo plazo, y más en un país sin aparato productivo, dependiente de los vaivenes del petróleo.
El socialismo es una doctrina que empodera al pueblo como gestor de sus grandes transformaciones, de su devenir histórico como ente colectivo. Nada más opuesto a eso que el caudillismo, en el cual un solo hombre (o mujer) decide lo que es bueno para todos. La desaparición intempestiva de Chávez desnuda cruelmente la falta de socialismo y el exceso de personalismo en su proyecto. No hay sucesor, no hay chavismo sin Chávez, aunque sigan ganando elecciones.
Con el paso del tiempo, lentamente, no ahora en medio de la tribulación y la emotividad por la cercanía de su muerte, se irá develando el verdadero Chávez en su real magnitud y las enormes inconsistencias en toda su propuesta, que lo llevaban a hablar del imperio y de los gringos como “yanquis de mierda”, sin dejarles de vender ni un solo día su petróleo; el escaso vuelo de su discurso ideológico y a cambio de ello su exceso de histrionismo, que los medios de comunicación compraron y reprodujeron a diario, y que hoy muchos rotulan bajo el eufemismo de “carisma”; el daño difícilmente reparable a unas instituciones en ruinas, que se fueron empequeñeciendo mientras él se engrandecía; el más que seguro retorno a la pobreza de esas masas que hoy son menos pobres porque reciben un subsidio pero que no han desarrollado un espíritu emprendedor ni unas habilidades para generar riqueza; el aislamiento de una Venezuela que quedó por fuera de las corrientes de pensamiento del mundo, recostada en la pobreza del Alba o de Unasur, y codeándose con Irán o con Libia, en un discurso anti colonial con más forma que fondo.
Experimentos socialistas y bolivarianos fallidos como el de Chávez hacen mucho daño, porque le dan argumentos a la astuta y pérfida derecha, la que nos ha regido siempre, de que es menos riesgoso permanecer en el statu quo de ser gobernados por ellos (estudiados, bien hablados y comportados) y garantes de unas certezas (pequeñas y mínimas, eso sí), que arriesgarse a la aventura totalitaria de un solo hombre en el poder.