Desde hace más de dos años, tengo dudas de que sea cierto ese 65% de favorabilidad que Invamer Gallup le atribuye casi sin oscilaciones al expresidente Álvaro Uribe. No tengo argumentos estadísticos para contradecirlo más allá de la intuición y la creencia de que los estudios sociales no son infalibles (¿recuerdan el desastre de las encuestas que daban empate entre Santos y Mockus en 2010?).
Mi escepticismo surge, sobre todo, por el sinsentido de que el país siga entusiasmado con un personaje al que ya no le caben más señalamientos, graves y muy graves; con una petición de un magistrado hace 15 días para investigarlo por sus eventuales vínculos con las autodefensas; con diez colaboradores muy cercanos a su Gobierno encartados judicialmente, destituidos por Procuraduría, condenados, y con otros dos, prófugos de la justicia. Con uno de sus precandidatos detenido. Pero, además, en estos tres años fuera del Gobierno, en una rara mezcla de nostalgia de poder y mezquindad, él ha mostrado de modo recurrente actitudes ajenas a un ex mandatario: broncas a diestra y siniestra, en un tono procaz y con epítetos que recuerdan más a un peleador callejero que a un estadista; también, intención clara de torpedear el mandato de Santos; varios llamados a desobedecer a la justicia, y hasta acciones sórdidas como esa de revelar unas coordenadas secretas o distribuir fotos de policías muertos.
En fin, si 65% de los colombianos aplaude todo eso, yo quisiera saber cómo ha conseguido Uribe administrar este fenómeno de idiotismo masivo y de negación de la realidad.
Así las cosas, es interesante y riesgoso que el ex presidente haya decidido encabezar una lista al Congreso. Sobre todo es arriesgado porque se va a dejar contar de modo directo. En los últimos tres años, aparte del 65% que le da Invamer, las únicas cifras que nos ha mostrado la realidad son que un aval de Uribe a un candidato puede ser catastrófico. Así, fueron derrotados los aspirantes que él personalmente respaldó a las alcaldías de Bogotá y Medellín, y en gobernaciones pudo reclamar como suyo el triunfo de Cielo González, en Huila, que ya fue destituida, pero sufrió derrotas inapelables en Atlántico y Antioquia. Lo de ahora es diferente porque es él quien va a reclamar sus propios votos. ¿Serán treinta las curules que conquiste, como dice Pacho Santos?
En esa misma senda de los riesgos, me parece un poco torpe hacer tanta alharaca con el número de senadores que van a conseguir. Con la expectativa de los treinta, y si obtienen a la postre ocho o diez (lo cual sería realista y bastante bueno si se miran casos de independientes del pasado) ese resultado positivo será visto como una gran derrota.
Hay un exceso de confianza en Uribe en la solidez de su caudal electoral, y ese es otro riesgo. Mirando la conformación de la lista al Senado es evidente que casi ninguno de los primeros 25 escaños tiene votos, ni siquiera de opinión; salvo un par de familiares de caciques tradicionales de Antioquia y Sucre, los demás son discípulos amados que prestaron algún leal servicio desde la prensa, desde el poder local, la empresa privada y hasta desde los púlpitos. Y el siniestro José Obdulio. Ese carácter tan marcado de segundones sugiere una enorme pobreza en la presencia política, en los debates e iniciativas de esta futura bancada.
Pero, además, la lista tiene un acento paisa muy fuerte: de los 25 primeros renglones, seis son antioqueños. Más allá de regionalismos trasnochados, esto tiene implicaciones tan sencillas como que la presencia del Valle y Atlántico sea mínima, y que Santander y Risaralda no existan. Y se trata de departamentos con fuerte peso electoral.
La excesiva autoconvicción en su popularidad, además, parece hacerlo desdeñar algo que pertenece a la matemática simple: la base total de electores es la misma (a menos que Uribe consiga persuadir a ese medio país que nunca vota, lo cual es improbable) y hay pedazos enormes de esa masa votante ya comprometidos desde siempre con las fuertes maquinarias de la tradición. Aquí, liberales y conservadores, así como Verdes, Cambio Radical e izquierdas se la van a jugar a fondo. Uribe debe producir lo que Laureano Gómez en su momento (ya lo dije en una columna hace unos meses) y es aglutinar a todos contra él.
El ex presidente está confiando demasiado en el voto de opinión. Y es probable que un segmento importante de éste lo acompañe; pero también es innegable que una parte muy grande de esa opinión abomina de lo que representa Álvaro Uribe, sus ocho años de Gobierno, sus tres de oposición, su concepto de moral pública y todas esas incógnitas del pasado que gravitan a su alrededor.
En el fondo mucha de esa gran confianza se la da su gran jefe de debate, que son las Farc. Ya le dieron dos veces la Presidencia, y ahora, con su mínima lucidez política y su barbarie anacrónica, quizá le entreguen el Congreso.