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Analistas 01/12/2014

Se fue el superhéroe de verdad

Analista LR
La República Más
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Los superhéroes siempre me han parecido un poco ridículos, y una de las facetas más pretenciosas de la cultura gringa. Esos tipos guapos, musculosos, enfundados en mallas coloridas, que son invulnerables, incombustibles, inalterables, representan de modo encubierto una consciencia de superioridad étnica y un mensaje, a veces más frentero (capitán América), a veces más velado (Supermán, Batman) de lucha por “América”. Obviamente ese “América” es la forma repelente y excluyente de nombrarse ellos mismos, e implica de manera sutil e inevitable decir capitalismo y “mundo libre”.

Es por esto que, sin dudarlo y sin cinismo, considero mucho más heroico al Chapulín Colorado. Roberto Gómez Bolaños, en su impresionante talento, consiguió esbozar el superhéroe a la medida de América Latina: chaparrito, de 1,60 metros de estatura, medio cholo y enclenque, y armado apenas con un martillo de plástico. Miedoso, indeciso, burlón, las circunstancias, el azar y la malicia conspiraban para que saliera triunfante. Un superhombre sin cálculos, ni estrategias, ni fuerza, ni tecnología, que al igual que esta América Latina nuestra avanzaba a los trancazos. Un héroe de verdad, porque ser héroe no es carecer de miedo sino superarlo.

Creo que Gómez Bolaños era un genio y que su obra entrega sutilmente unas claves muy profundas, más allá del simple humor, para explicar una visión ilusionada del mundo, como corresponde a un artista de verdad. La heroicidad del Chapulín es una, pero veo otras más: en un siglo como el XX, que hizo oprobiosa la vejez, que le restó el carácter de sabia y de experiencia acumulada para encumbrar el valor absoluto de ser joven, los actores de las series de Chespirito eran todos cuarentones e inclusive cincuentones, sin temor de jugar a ser niños y a hacerlo de modo memorable. Él mismo a los 50 estaba representando al Chavo, y lo hizo hasta entrados los 60.

Este último personaje encarna una profunda denuncia social sobre la niñez en América Latina, pero va más allá del chico con hambre endémica, que es muy bruto y medio torpe. La denuncia no es panfletaria ni dramática y más bien apela a ser terriblemente divertida. El Chavo es un niño abandonado, pero en él se verifica un principio fundamental de la sociedad que escasamente se aplica en nuestras sociedades y es que los niños son responsabilidad de todos. El Chavo, sin papá ni mamá y sin la certeza de cuál es su domicilio exacto (el barril no lo es, pues él mismo lo asegura en un capítulo) en el fondo es un expósito, pero toda una comunidad, mal que bien, vela por él. Vive ahí, se alimenta de algún modo ahí, y suple sus necesidades de afecto, de amistad, de seguridad y de educación en esa vecindad.

Se han dicho muchas cosas sobre los agarrones entre Gómez Bolaños y algunos actores de los que interpretaban a sus personajes. Al menos con Carlos Villagrán (Kiko) terminó en una seria pelea hace más de treinta años, y con María Antonieta de las Nieves los problemas llegaron hasta los estrados judiciales. Seguramente en los años sucesivos sabremos más cosas del hombre que era Chespirito; por ahora todo sugiere que, contrario a Cantinflas, que era un esclavo de su narcicismo, de su convicción de genio que lo llevaba a aplastar, a empequeñecer a cualquier otro actor en un plató de cine con sus monólogos y sus improvisaciones, Chespirito dejaba volar a sus personajes en la medida de sus propias iniciativas, del potencial del talento de los otros. Sin duda, Kiko y la Chilindrina eran más graciosos que él y le robaban el show a menudo. Y a él parecía no importarle. El mejor ejemplo de esta escasa mezquindad es que, en un fallo casi incomprensible, un juez le concedió a María Antonieta los derechos sobre el personaje de La Chilindrina.

Finalmente, el humor de Chespirito se afincaba en la fórmula simple del más simple ingenio humano, y debe haber sido excepcional para que un programa tan barato, con escenografías que no pretendían ocultar el cartón y el icopor, con efectos especiales muy básicos, con una impresionante repetición de fórmulas (burlarse del muy gordo o del muy flaco, o del bajito) y de frases básicas y hasta tontas que se reiteraban y reiteraban, y de chistes blancos, se eternice por cuatro décadas seguidas, y que no nos aburramos de ver diez, quince, veinte veces los mismos capítulos, y sigamos riéndonos de escenas cuyo desenlace sabemos de antemano o de frases que conocemos de memoria.

Pocas personas en la vida merecen más respeto que quienes logran hacer reír y pasar un buen rato a los demás. Esos son los imprescindibles, parafraseando a Bertolt Brecht.

Y ese chaparrito imprescindible se va cuando un México desguazado por la violencia y el dolor, por la corrupción, con señores de la guerra masacrando en varios puntos y el Estado perplejo y sin control, lo necesita más que nunca.

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