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Pareciera que algunos insisten en declararse enemigos de cualquier manifestación de progreso, ignorando los avances del pasado. Si en 1796 hubieran existido las redes sociales y el debate público, como lo conocemos hoy, probablemente Edward Jenner no habría descubierto la vacuna, uno de los grandes logros de la humanidad, y no se hubieran celebrado más tarde otros hallazgos fundamentales en la materia.
Pero a los científicos de hoy les tocó una nueva realidad de opinión pública, donde cada vez son más frecuente las expresiones ´anti´ que ´pro´ y más diversos los canales usados para difundir estos mensajes. Una ola peligrosa.
En esta nueva realidad están los antivacunas, cuyos orígenes se remontan a hace más de un siglo, y cuya creciente popularidad hizo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) los incluyera en 2019 -antes de que apareciera el nuevo coronavirus- entre las 10 amenazas para la salud pública mundial, junto a otros desafíos como la calidad de aire y el cambio climático, y enfermedades como el dengue, VIH, entre otras.
Este colectivo, aún pequeño, logra apelar al miedo y a la superioridad moral, para influir y ganar seguidores. En medio de los anuncios recientes sobre la rápida búsqueda de una vacuna para el nuevo coronavirus, ya registran protestas en Alemania y en Estados Unidos, donde uno de cada cinco estadounidenses la rechazaría, según una encuesta reciente de AP.
Entre los argumentos de los antivacunas están la lucha contra las élites industriales o empresariales, las teorías de conspiración política y los posibles efectos adversos -no probados-. La mayoría de estos, alejados de una crítica racional y necesaria, motivados por el sesgo de la negatividad y la desconfianza en las instituciones.
El mayor riesgo del movimiento es que parece ignorar que las mejores condiciones de salud que tenemos hoy como sociedad -o que teníamos antes de la pandemia- y la posibilidad de tener una vida más larga, responden en gran medida a los descubrimientos de científicos que también trabajaron en el pasado en la prevención de infecciones mortales, al conocimiento y los avances de la medicina.
De acuerdo con la OMS, la vacunación previene actualmente de dos a tres millones de muertes al año, y se podrían evitar más de un millón adicionales si se mejora la cobertura global. Esto debería ser razón suficiente para despertar el instinto de cooperación.
No hay duda de que debemos velar por las libertades individuales -aceptar o no una vacuna en el cuerpo propio-, pero hay situaciones donde el bienestar colectivo debe primar. En lugar de rechazar la solución, se debería exigir que la búsqueda rápida se haga de forma responsable, sin populismo electoral y, más importante aún, que una vez confirmada se garantice el acceso a esta.
La pandemia nos ha dado una oportunidad para reafirmar -o recobrar- la confianza en la ciencia y la gratitud con esta. Dejemos la controversia para lo político, lo artístico, lo económico, si se quiere; pero no caigamos en el juego de alentar movimientos activistas que desconozcan la historia, los hechos y los datos para impulsar su causa y sepultar la confianza en una cura y en un nuevo hito para el progreso de la humanidad.