Analistas 03/04/2025

Ser humano en la revolución de la inteligencia artificial

Ugo Posada
Inversionista y mentor Endeavor

¿Cómo se sentían los aristócratas al oír los gritos de los revolucionarios en París en 1789, los artesanos cuando percibían el retumbar de las grandes máquinas industriales en Londres en 1800, o los zares al escuchar el galopar de los Bolcheviques afuera de sus palacios en Moscú en 1917? ¿Cómo nos sentimos hoy con el zumbido de los centros de datos donde se aloja el software de inteligencia artificial? La revolución está en marcha, nuestra manera de vivir en transformación, y nuestra esencia como seres humanos en riesgo.

¿Qué nos hace humanos? ¿Por qué somos los mamíferos que han colonizado este planeta de manera dominante en los últimos 10.000 años? No hay una sola razón, somos seres multidimensionales. Hay un elemento intelectual: nuestro privilegiado cerebro nos ha permitido inventar las ciencias químicas, físicas y matemáticas con las cuales hemos desarrollado invenciones para vivir mejor y más largo, construido barcos para fomentar el comercio y ecuaciones para entender el universo que nos cobija.

Existe una dimensión física: la capacidad de hacer con nuestras propias manos, de sembrar y cosechar alimentos, de caminar y explorar con nuestras piernas, de construir los lugares donde vivimos y trabajamos. Tenemos un elemento espiritual: esa sensación de no estar solos en el universo, de entender que somos minúsculos ante la infinidad de la creación, e intuir que somos parte de un todo más allá de nuestra comprensión racional. Hay un componente artístico: nuestra sensibilidad como especie que nos impulsa a escribir prosa y poesía, pintar y esculpir, componer y reproducir música.

Por último, como dice Jeffrey Sachs, hay un elemento social: es en parte gracias a nuestra capacidad de conectar, generando confianza entre individuos a través de la bondad y la búsqueda del beneficio colectivo, que hemos logrado avanzar como sociedad.

Desde hace muchos años nuestra capacidad intelectual ha sido complementada, en muchos casos superada y en no pocos casos reemplazada por el software. El aporte es bienvenido, nuestra productividad ha sido magnificada gracias al uso de tecnología, y muchos avances que nos benefician como sociedad son apalancados en hardware y software, pero es preocupante ser espectadores del deterioro cognitivo de la especie humana.

Hace poco el diario británico The Financial Times publicó un reporte acerca de cómo nuestro poder para enfocarnos tuvo su pico en el 2010, y ha venido en declive desde entonces. No es sorpresivo ¿Hace cuánto no hacemos una división larga en papel? ¿Cuántos libros leemos por año? Las máquinas piensan más y mejor; los humanos lo hacemos menos y peor.

Hay pocos niños que sepan de dónde viene o cómo se cocina una arepa, probablemente nunca han visto un sembradío de maíz y muy pocos son capaces de generar fuego para poder hornear su fruto. Cada vez la prevalencia de enfermedades cardiacas y crónicas aumenta, nuestro cuerpo y su capacidad física está en declive.

Al mismo tiempo, el poder de procesamiento de los chips aumenta y la efectividad de predicción de los algoritmos se multiplica. Las máquinas son progresivamente más capaces, sus músculos de silicio más tonificados; nuestra fuerza, recursividad y conocimiento para vivir autónomamente en la Tierra es menor.

Nuestra espiritualidad está siendo cercenada por algoritmos que nos bombardean con información, de forma tan intensa y rápida que nuestra capacidad de reaccionar es inútil. Nuestros guías: chamanes, curas o rabinos, yacen indefensos ante una tropa de creadores de contenido que satisfacen nuestra ansiedad de novedad con historias superficiales.

Estimulados por infinitas fotos y videos, perdemos nuestra habilidad de conectar con el silencio, de maravillarnos con lo sublime en el mar o el páramo, de meditar y encontrar en nuestro interior la calma para afrontar un destino en que las máquinas han encontrado como monopolizar nuestra atención.

Nuestra producción artística es también influenciada y recientemente sustituida por la tecnología. Hoy, con ChatGPT se puede “escribir” novelas y con Dall-E se puede “pintar” cuadros. En muchos casos, y dependiendo del espectador, el resultado es indiferenciable. No solo el software está volviéndose más “talentoso”, nosotros le estamos pidiendo que sean ellos los “artistas”, cediendo ese don creativo que nos caracteriza como especie.

La conexión social se está desmoronando. La polarización política se ha vuelto la norma y los discursos de odio entre grupos aumenta. Nuestros rituales como sociedad desaparecen, la comida familiar es más parecida a un grupo de mudos hipnotizados por un teléfono que a un espacio de diálogo y convivencia, los jóvenes se pasan sus horas viendo una pantalla en lugar de conversar viéndose a los ojos alrededor de una fogata.

El comercio global, una de las mayores fuerzas generadoras de paz, está en crisis. Hoy en día, es indistinguible si estamos hablando con un humano o con un LLM. Conectamos cada vez menos como humanos, el software está haciéndolo cada vez mejor.

Creo poco en las predicciones, y como expone Morgan Housel en su libro “Same as Ever”, puede ser más efectivo enfocarse en lo que no cambia en vez de lo que potencialmente lo va hacer. Quisiera fomentar entonces ser humanos. Reaprender las ciencias básicas; estudiar y amaestrar los fundamentos que hemos construido por milenios, más niños entendiendo y aplicando con profundidad álgebra, geometría y cálculo; más jóvenes ingenieros mecánicos, civiles, y químicos.

Que nos reconectemos con nuestro “homo faber”, que sepamos cultivar y cocinar nuestra propia comida. Que nos asombremos con el universo, que meditemos, oremos, que revivamos el conocimiento ancestral que nos vincula con la creación. Quisiera que volviéramos a conectar con el arte, que escribamos y leamos más, que oigamos a los poetas declamar, que llenemos los museos y los teatros, y broten lágrimas de nuestros ojos al oír a una soprano. Anhelo que dejemos el teléfono de lado y vayamos a comer, charlar y reír.

Que creemos puentes para dialogar en lugar de demolerlos para culparnos los unos a los otros, que nos maravillemos viajando en grupo por las montañas y ríos de Colombia, en lugar de reírnos en soledad viendo una pantalla.

Usemos nuestras mentes para pensar y calcular, nuestras manos para sembrar, cosechar y construir, conectemos nuestra alma con lo sublime, elevemos nuestro espíritu con el arte y expandamos nuestro corazón para colaborar y conectar. No es una posición reaccionaria. Sabemos que las monarquías cayeron y que las máquinas se impusieron. La revolución de la inteligencia artificial es inevitable y considero que la mejor manera de afrontarla es volver a nuestra esencia: ser más humanos.