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Uno de los grandes problemas con la actividad de inteligencia, es que es difícil medir con precisión su impacto. Primero, porque en la medida en que muchas de sus actividades son encubiertas no es posible para los ciudadanos saber cuándo se está haciendo algo y cuándo no. Un espía no lleva distintivos que lo identifiquen y, a pesar de los sonidos que algunas veces oímos en conversaciones y que todos describimos como chuzadas, interceptar comunicaciones solo es útil cuándo el interceptado no sabe que lo está siendo.
Un segundo motivo es que a diferencia de la investigación judicial, que busca determinar responsabilidades y se basa en pruebas para acusar a quien ha cometido un delito, la inteligencia lo que busca es prevenir, por lo que muchas veces, si algo no sucede, es precisamente por cuenta de una buena inteligencia. No obstante, no hay forma de saber si lo que se dice que se previene mediante la inteligencia efectivamente iba a suceder o no. Traigo esto a cuento por lo que sucedió hace un par de semanas en Colombia. A pesar de los avisos, con o sin inteligencia, grupos ilegales montaron un paro armado, mediante el que encerraron a la población y dictaron qué se hacía y qué no durante unos días. En otras palabras, reemplazaron al Estado. Ni los paros armados son nuevos, ni las fallas de inteligencia arrancaron en este gobierno. Pero si no se trabajan, las fallas solo van a seguir creciendo. Para poderlas trabajar, es importante tener una discusión abierta sobre el tema. Durante años, esa conversación nunca se dio por cuenta del secretismo, a mi manera de ver errado, que envuelve a este tema. Hay que comenzar por decir que la inteligencia es fundamental para el funcionamiento de un Estado. Que quienes dirigen los destinos de una nación conozcan las capacidades y las intenciones de actores estatales y no estatales que amenacen sus intereses ha sido y será critico. Que para entender esas capacidades e intenciones se definan reglas que deben ser seguidas por los órganos de inteligencia del Estado, también es trascendental. En ese aspecto, la aprobación de una ley de inteligencia en 2011 fue un paso importante en el camino hacía su modernización como una herramienta visible del gobierno, transparente y responsable no sólo ante el gobierno, sino también ante sus ciudadanos, a través de la Comisión de Seguimiento que fue creada en el Congreso.
A pesar de que en su momento fue una buena noticia, el cumplimento ha sido parcial, y se requiere de un empujón fuerte y sostenido en el tiempo para lograr una mayor implementación. Más allá de la ley, hay dos aspectos que saltan a la luz y están pendientes de definir. Por un lado, con la desaparición del DAS, se cerraron las oficinas que tenía en las regiones, que independientemente de la discusión sobre lo que hacía o no el organismo, le permitían tener un pie en el territorio. Hoy día, la agencia que reemplazó al DAS ya no tiene ese pie. Sin esa presencia, es difícil tener el sentido necesario de lo que ocurre fuera de Bogotá. Sin presencia en el territorio y sin presencia fuera del territorio es difícil hacer la tarea. Ese es un tema que requiere definición.
El otro tema es la incursión de una perspectiva civil. Hace cerca de 30 años se nombró al primer ministro de defensa civil como parte de un proceso de fortalecer el control civil sobre las fuerzas militares y de policía. Esa decisión ha salido bien y tiene que continuar. ¿Por qué no ocurre lo mismo con la inteligencia?
La inteligencia es fundamental para el buen funcionamiento de un Estado democrático. Hoy miles de empresas usan la inteligencia corporativa como herramienta para entender mejor a la competencia y hacia dónde va el mundo. KKR, uno de los mayores fondos de inversión, tiene a un exdirector de la CIA manejando parte de su portafolio. Es hora de que Colombia se monte en ese bus.