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No recuerdo una sola campaña presidencial o comienzo de gobierno en el que no se mencione la necesidad de recortar el tamaño del sector público. Más que una buena decisión, usualmente lo que busca es ganar popularidad entre los ciudadanos mostrando una actitud fiscal conservadora y la intención de una política austera.
Aislándola del impacto mediático que genera, son pocos los resultados tangibles de una decisión de este tipo en parte porque, a pesar de lo que muchos creen, Colombia no tiene un gasto publico desmedido. Un informe de la Cepal ponía en 2015 nuestro gasto público como porcentaje del PIB por debajo del de todos los países de la región.
Con frecuencia, el blanco de esas políticas de recorte son las embajadas y consulados del país, porque cumplen varias de las condiciones para ser eliminadas. No son grandes generadoras de empleo, las embajadas más grandes no pasan de los 30 funcionarios y los consulados en Miami, Madrid o Nueva York, los que deben atender mayor público no superan los 40. Visibilizar su trabajo es difícil, dependen no solo de la voluntad y eficiencia de un país, sino de dos y los temas usualmente son de largo plazo. Eliminarlas gusta al público porque este percibe, con razón o no, que por décadas han estado vinculadas a los privilegios de una élite. Salir de una manotada de lagartos que solo van a cocteles y viajan por el mundo ganando millonadas a costa de los impuestos de los colombianos suena bien.
Pero es un error. Las relaciones internacionales no solo son importantes para Colombia, son fundamentales. Afuera del país es donde está el mayor mercado, donde encontramos los productos, la innovación y el conocimiento que no encontramos aquí y que nos sigue costando crear. Está el apoyo de otros países en los cuales nos hemos apalancado de diferentes maneras para fortalecer nuestras instituciones cuando estas lo han necesitado, y también para mantenerlas a raya cuando se han intentado exceder. También están millones de colombianos que al igual que los que viven en el país, necesitan un Estado más cercano y eficiente. Por todo esto, las embajadas y los consulados siguen siendo piezas clave en el arsenal de herramientas con que cuenta un Estado. Eso no quiere decir que no haya necesidad de reformarlas. Por el contrario, desde hace varios años es sentida la necesidad de realizar varios ajustes al funcionamiento de todo el aparato de política exterior del país.
Lo primero es tener claro cuáles son los intereses de Colombia y cómo se los puede apoyar desde la política exterior. Este ejercicio no se ha hecho, o si se ha hecho no se ha compartido con los colombianos, pero una vez definidos, es necesario traducirlos en planes de acción, con responsabilidades y responsables. Mejorar el servicio que se les presta a los colombianos en el exterior, acercar a la diáspora al país, abrir mercados a los productos colombianos, traer más inversión de eficiencia, o abrirles espacio a investigadores colombianos en centros de investigación de primer nivel en países desarrollados, son algunas ideas.
Otras cosas también podrían cambiar. Fortalecer la articulación entre la cancillería y otros Ministerios, mejorar los procesos de selección o definir un sistema de evaluación más estricto son temas de los que debemos hablar. Pero eso no se hace cerrando embajadas.
Colombia ha estado aislada por muchas razones, es hora de que no eche para atrás lo que ha avanzado. En cambio de cerrarlas, la solución sería ponerlas a funcionar bien.