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En estos días volvimos a recordar una de las grandes tragedias nacionales: la falta de Estado en regiones enteras del país. El informe de la Oficina Nacional de Política para el Control de las Drogas de los Estados Unidos reportó un incremento de casi 15% en los cultivos de coca, lo que lleva el total a 245.000 hectáreas. Más allá de si el resultado refleja con precisión las dinámicas en terreno (las Naciones Unidas reportaron una reducción de 7%), el problema detrás de los cultivos ilícitos, así como de la minería ilegal, la tala indiscriminada y muchos otros males, tiene sus raíces en la ausencia histórica del Estado colombiano en ciertas zonas.
Esa desigualdad en la presencia institucional entre ciudades como Bogotá, Medellín o Cali y municipios de categoría seis como Lloró en Chocó, Urumita en La Guajira o Chachagüí en Nariño, sale a la luz cada tanto tiempo como uno de los principales obstáculos al desarrollo de Colombia. Cuando se compara cualquier indicador, las diferencias son abismales. Los municipios de categoría seis, que son cerca de 90% de los 1.122, tienen los menores ingresos y las mayores deficiencias en infraestructura física, salud, educación y cualquier otro renglón. Sobre esas desigualdades se ha escrito mucho, pero la falta de Estado no es solo colegios y carreteras, que sin lugar a dudas son fundamentales.
Hay un elemento en esa desigualdad, igualmente importante, pero que no recibe tanta atención. En los municipios más pequeños, con ingresos fiscales limitados y pocas fuentes de empleo, la burocracia es de los mayores botines al momento de transar votos. Como son nóminas pequeñas, con pocos cargos, una práctica muy usual entre los mandatarios locales es pagar los votos con puestos en las alcaldías y otras entidades municipales, cambiando al personal cada año o dos, lo que les permite maximizar la cantidad de empleos otorgados.
Con una rotación tan alta, y sin una carrera administrativa fuerte, la calidad de la administración pública en los territorios es nefasta, lo que genera aún mayor desigualdad. Por una parte, no hay posibilidad de que funcionarios públicos, incluso con los requisitos necesarios para un cargo, logren el conocimiento necesario sobre los temas bajo su responsabilidad en un periodo tan corto. Por otra parte, la rotación tan alta de personal impide la construcción de una memoria institucional. Trabajando con agencias de cooperación internacional, conozco la frustración que sienten al gastar recursos importantes en la capacitación de funcionarios en los territorios, solo para que sean removidos de los cargos y se pierda todo el esfuerzo invertido.
Y este no es únicamente un problema de calidad del servicio público. Las instituciones de las que tanto hablamos todos los días no son edificios. Son normas formales e informales, comportamientos que median las relaciones en la sociedad y que tienen una permanencia, una estabilidad y una recurrencia.
La solución a la ausencia de Estado y al fortalecimiento de sus instituciones pasa obligatoriamente por mejores funcionarios, que son la base de su funcionamiento. En esto no puede haber duda. La estabilidad y la robustez de las instituciones la ponen los funcionarios con años de experiencia, no los ministros, los alcaldes o los gerentes.
Más allá de la complejidad del tema, cambiar la manera en la que funciona se dificulta por el interés de muchos políticos de dejar las cosas como están. En la década de los treinta, el Ministro de Trabajo del momento, manifestaba en la presentación de la Ley que creaba la carrera administrativa, que a pesar de que nadie discutía el carácter negativo de la práctica de remover libremente a los funcionarios públicos, todos procuraban mantenerlo incólume. No deberían pasar otros noventa años para modificarlo.