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Cada año, por esta época, presenciamos el mismo ritual. El gobierno de los Estados Unidos saca un reporte en el que certifica (o no) que el Gobierno de Colombia está haciendo lo que le corresponde (según el gobierno de los Estados Unidos) en la lucha contra las drogas ilícitas. A partir de ahí, la discusión en Colombia arranca.
Que la solución es legalizar, que lo que se necesita es fumigar, que el Gobierno se equivoca, que está en lo correcto. Y así, llevamos más de dos décadas presenciando el mismo espectáculo, una y otra vez, y la verdad es poco lo que hemos avanzado.
Las cifras sobre cultivos de coca suben unos años, bajan otros, la mayor parte de las veces sin que las autoridades de aquí o de allá entiendan muy bien lo que se esconde detrás. La productividad por mata de coca se dispara, toneladas de coca siguen saliendo a pesar de incautaciones cada vez mayores por parte de la Policía y las Fuerzas Militares, y en general, solo se ve un panorama desalentador.
Frente a esta situación, y todo lo que se deriva del negocio criminal, es fácil entender por qué para muchas personas uno de los peores problemas de Colombia, si no el peor, es el narcotráfico.
Estoy en desacuerdo. Para mí, el problema no es el narcotráfico, sino lo que se esconde detrás: la incapacidad crónica de nuestra sociedad, incluidos gobernantes, empresarios, académicos, sindicatos y todos los demás que estamos aquí metidos, de establecer como prioridad una política de largo plazo de control del territorio.
Para ponerlo más claro, una política que logre que vivir en Bogotá o Medellín, solo sea diferente a vivir en el Catatumbo o Tumaco por el paisaje. Es decir, el control del territorio no como concepto militar, sino como la capacidad del Estado de ejercer todas sus funciones a lo largo y ancho del país.
Ese, para mí, debería ser el foco de todos los esfuerzos. Con el desastre generado por la tala de bosques, el uso y vertimiento indiscriminado de químicos en ríos y campos, es difícil ver que estos males solo son posibles por la ausencia de Estado en porciones grandes del territorio.
El tema es que, aunque uno pudiera acabar el narcotráfico, las condiciones seguirían siendo ideales para el florecimiento de otras actividades igual de dañinas, como la minería ilegal o la tala indiscriminada de bosques. Y ni hablar de todas las que pueden surgir en el futuro. Sin la amenaza creíble de la autoridad, sin la provisión continua y previsible de bienes públicos y sin la posibilidad de conectarse con los circuitos económicos lícitos del país, es difícil que las cosas cambien.
La respuesta entonces es construir Estado en esos territorios. Suena fácil. Si hay poco Estado, solo hay que poner más. El problema es que todas esas décadas en los que el Estado estuvo ausente fueron aprovechadas por otros actores políticos, económicos y militares fuera del marco de la legalidad, que han ganado un poder muy importante en sus territorios, y en muchas ocasiones, más allá, integrándose hábilmente en la legalidad. Como resultado, tenemos hoy dos Colombia. Una, en donde las reglas del juego democrático son más o menos respetadas, y otra, en la que no. Una, en donde la justicia la reparten las instituciones estatales, y otra, en la que no.
Recuperar el espacio perdido por el Estado sigue siendo una tarea inaplazable, que sin que nos demos mucha cuenta, lleva más de 100 años aplazada. Esperemos que en algún momento en los próximos 100 la podamos terminar.