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Me ha dicho el psicólogo que es una fuerza natural que motiva e impulsa el comportamiento humano, me han dicho algunos cercanos que es una sensación interna que les invita a lograr sus objetivos, me han dicho otros, que es un estado que alimenta sus anhelos. Mucho me han dicho de los deseos.
En principio cuando los deseos se alinean con esquemas de consumo se experimentan estados de gratificación, los cuales pueden ser semejantes a momentos de felicidad, pues satisfacer un deseo convoca a sentir una breve sensación de logro y pertenencia, pero al mismo tiempo, al ser pasajera, se reconfigura inmediatamente para construir otra aspiración o deseo, conformando así un ciclo interminable, una búsqueda permanente e insaciable difícil de sostener, en la que se alimenta un vacío profundo que crece al mismo ritmo de la pérdida de identidad, esa sensación, no es más que la escalada al territorio de la frustración, enmascarada y envuelta en la vaga y mentirosa exploración de la felicidad, el deseo de consumir para demostrar se ha hecho casi perpetuo y en ese camino el ser humano queda atrapado en una ruta de comparación social llena de insatisfacciones, bien advertida, el economista y sociólogo estadounidense Thorstein Veblen en su libro “La teoría de la clase ociosa”, hace más de 100 años sobre el peligro del consumo que lleva solo a la demostración de estatus y poder, o al gasto que solo exhibe riqueza y distinción social por encima de toda utilidad práctica.
Me pregunto ¿Cuánto influyen los deseos y las aspiraciones humanas en las decisiones económicas y cuánto esos deseos al ser desmedidos influyen en la inconformidad palpable del individuo y sociedad?
El equilibrio entre el consumo y el deseo de progreso es viable siempre y cuando se promueva un modelo de economía consciente donde la reflexión sobre los valores y propósitos no sean movilizados por lo impulsivo; siempre insaciable, donde podamos analizar la diferencia entre satisfacer una necesidad o responder a una influencia externa, donde la experiencia prime sobre el valor de las posesiones, donde la gratitud reduzca la invitación a obtener cada vez más y con urgencia, donde podamos convivir aceptando que el deseo es una constante y que esa constante vale la pena tenerla en el radar para mitigar la ansiedad y la frustración que de allí emerge.
Este mundo cargado de anhelos sin descanso necesita moderar el deseo, la moderación del deseo es afín a la transparencia, es amparo frente a la necesidad de apariencia que alienta el consumo desmedido, es un acto de libertad que abre la posibilidad al aprecio de lo que ya existe, aprender a distinguir entre lo que queremos y lo que necesitamos es aproximarse a lo esencial, lo atractivo del deseo no puede cegarnos, la felicidad no se encuentra en la siguiente transacción, sino en la serenidad de sabernos suficientes con lo que somos, es quizá un acto de amor propio que no significa renunciar al progreso, para nada, por el contrario, nos ayuda a limpiar el camino del ascenso real y a dejar a un lado la acumulación de carga y peso.