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Semana Santa, tiempo de recogimiento, reflexión... y promociones con 40% de descuento. Qué bonito que, mientras unos rezan, otros redimen culpas con tarjetas de crédito
No es sorpresa: consumir nos hace felices. O eso creemos. La ciencia dice que, cuando compramos, nuestro cerebro libera dopamina -la hormona del placer- como si estuviéramos enamorados, comiendo chocolate o viendo memes de gatos. El problema es que ese subidón dura poco. Muy poco. Y entonces volvemos a sentir el vacío. No el existencial -ese requiere terapia-, sino el de la dopamina que ya se fue. Solución inmediata: comprar otra cosa. Y otra. Y otra. Como quien busca amor en Tinder a las tres de la mañana.
¿Te suena familiar? No es casualidad. Vivimos en una economía que nos educó para confundir bienestar con acumulación, autoestima con apariencias y éxito con objetos que caducan en seis meses. Mientras predicamos el minimalismo, seguimos en la carrera de comprar el último celular, la prenda de moda “con propósito”, o el viaje que grite en redes que también merecemos vivir bonito. Nos vendieron la felicidad, y caímos felices. El marketing es brillante en eso. No solo vende cosas: vende sentido. Capitaliza tus inseguridades y luego te ofrece un producto para aliviarlas. ¿Te sientes solo? Toma, una fragancia que “te representa”. ¿Te preocupa el planeta? Aquí tienes una botella “verde”, que igual tarda 400 años en degradarse. ¿Te falta amor propio? Pues cómprate unos zapatos que te empoderen. Eso sí, paga en tres cuotas.
Por eso, esta temporada es perfecta para hacernos una pregunta impopular: ¿cuánto de lo que consumimos es auténtico, y cuánto es anestesia? Semana Santa es, irónicamente, una época donde el silencio y la pausa compiten con la necesidad urgente de gastar. Nos da miedo el vacío, el aburrimiento, la desconexión. Pero no todo se resuelve con una compra.
El anticonsumo, un término que asusta a algunos y encanta a otros, no se trata de irse a vivir al bosque. Se trata de elegir con conciencia. De saber que cada peso que gastamos es un voto por el mundo en el que queremos vivir. ¿De verdad necesitamos más cosas, o necesitamos mejor criterio?.
Porque consumir con el corazón no significa ser cursi, sino lúcido. Es entender que la dopamina dura minutos, pero el impacto ambiental, social y emocional de nuestras decisiones, no. Es decidir que no queremos más objetos que nos vacían mientras acumulamos placeres que no recordamos.
Y no, no se trata de vivir en la culpa. Se trata de salir del piloto automático. A veces, el verdadero lujo es decir no compro nada hoy. O comprar algo que dure. O apoyar un negocio local en vez de alimentar una cadena que explota y contamina con la bendición del marketing verde.
Así que esta Semana Santa, si vas a pecar, que no sea por exceso de cosas, sino por exceso de conciencia. Date un gusto, claro que sí. Pero uno que no te deje guayabo emocional, ni deudas disfrazadas de alegría. Y si quieres invertir en algo, que sea en experiencias que no expiran, en vínculos que no se devuelven, y en ti. Porque sí: el consumo puede hacernos felices, pero solo cuando no intentamos llenar con él todo lo que nos falta. Tal vez es hora de redefinir lo que entendemos por “placer”. Porque no todo lo que brilla en una vitrina merece nuestro deseo, ni todo lo que deseamos tiene que convertirse en una compra. Hay placeres que no cuestan -una caminata sin notificaciones, una conversación que no tenga prisa, un domingo sin algoritmos ni descuentos. El marketing no los promueve porque no se pueden monetizar, pero están ahí, disponibles y mucho más duraderos que cualquier rebaja del 50%.
Aprender a consumir menos también es aprender a sentir más. A quedarnos con la incomodidad de un deseo no satisfecho y descubrir que no nos mata, que a veces incluso nos revela algo importante. Tal vez no necesitamos más objetos, sino más silencio, menos estrenos.
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