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Los líderes sociales, como pocos, conocen el tejido social, político, cultural y económico de sus regiones, por eso su labor de cuidado y promoción de los derechos de todos es fundamental. Y por eso la violencia que los azota desde distintos flancos tiene tintes de tragedia
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Aunque las cifras de muertes y acciones violentas son de miedo, miles de defensores de derechos humanos y políticos continúan sus trabajos, arriesgando sus vidas.
Jota nunca ha sido amenazado de muerte, pero sabe es porque ha contado con suerte, sabe que cualquiera de estos días puede llegar un mensaje a su teléfono, o puede encontrar un panfleto pegado en la puerta de su casa. Jota sabe que la única forma de no estar en la mira de los violentos es dedicarse a otra cosa, dejar de estar enfrentándose a fuerzas poderosas por los derechos de la población negra de Tumaco. Jota lo sabe, pero no lo hace. Y no lo hará.
A la familia Aljure le han matado a once miembros. A unos les disparó las Farc, a otros los grupos paramilitares y las Fuerzas Militares acabaron con otros más. La mancha de sangre en el apellido Aljure está goteando desde hace seis décadas y hoy, William, hijo de padres asesinados, sigue la lucha de sus familiares en el municipio de Mapiripán. Dice que lo hace aunque sabe que pronto él puede ser el siguiente Aljure en caer.
Cuando al Señor O le preguntan cómo describiría su labor como líder de víctimas en Córdoba no duda un solo segundo en responder y suelta una sola palabra: “peligro”. Peligro no solo porque vive rodeado de grupos armados, sino porque su trabajo lo pone en confrontación directa con poderes económicos, con capacidad de atentar contra su vida tan fácil como si se tratara del viento soplando.
A Elena la sacaron de su hogar, en Córdoba, amenazando a sus seis hijos menores de edad en 2003. La violencia tocó su puerta porque ella era la que daba peleas en su comunidad para que llegara el agua potable y para que se hicieran vías de acceso a su vereda. Hoy sigue esa lucha, pero en Cali.
Y aunque esos son apenas cuatro ejemplos, lo cierto es que esa realidad de ansiedad, zozobra y miedo es el día a día de otros miles líderes sociales y defensores de los derechos humanos en Colombia.
En su libro ‘¿Por qué los matan’, el subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, Ariel Ávila, reseña que cada día en el país ocurren dos hechos de victimización en contra de líderes sociales. Esto significa que cada día hay un asesinato, o una amenaza, o un caso de desplazamiento forzado o una desaparición, … o… En Colombia todos los días pasa algo que afecta a los líderes sociales.
Y como si se tratara de la crónica de una violencia anunciada, un altísimo porcentaje de estos ocurren en los mismos lugares: Cauca, Antioquia, Norte de Santander, Valle del Cauca, Nariño, Putumayo, Caquetá, Chocó, Arauca y Córdoba.
“El problema es que uno se mantiene con miedo. Y es que este trabajo lo hace a uno una persona muy visible, no solo para los grupos armados ilegales, también para los legales, y para algunos mandatarios que no están de acuerdo con lo que hacemos en la región o con que nosotros exijamos que se cumplan nuestros derechos”, cuenta Jota desde Tumaco, en donde desde el 2016 se han asesinado a 35 líderes sociales, según cifras de la Defensoría del Pueblo.
Y el problema de Jota no es solo verse expuesto. Es también que no tiene las condiciones mínimas para hacer su labor. Él defiende intereses sociales de las comunidades asentadas en la costa pacìfica nariñense. Normalmente debe moverse entre las veredas que están plagadas de hombres armados, y debe hacerlo sin esquema de seguridad. ¿La peor parte? Dice que aunque sí tuviera esquema de seguridad, eso lo podría hacer aún más susceptible de un ataque.
Algo similar pasa con el Señor O. Él defiende los intereses de las víctimas del conflicto armado en Tierralta, Córdoba. Pero dice que se siente solo, que carga él con la responsabilidad de luchar por la dignidad. Cuenta que después de que se firmó el acuerdo de paz con las Farc su miedo solo cambió de nombre, ahora no es la guerrilla la que le manda a decir que “jode mucho” sino los Grupos Armados Organizados, GAO. Y su conclusión es simple, pero arrolladora: el Estado no ocupa esa región, no realmente, sino ¿por qué se cambia de verdugo en menos de cuatro años?
“A nosotros nos afecta mucho la ausencia del Estado, vivimos en mucha soledad. En 2016 le preguntamos al Gobierno que quién iba a ocupar los territorios dejados por las Farc después del acuerdo y nunca supimos la respuesta. Y ahora que no están las Farc, están las GAO. Entonces el responsable de que esto suceda es el Estado, porque es mandato constitucional garantizar la seguridad de todos los colombianos”, dice el Señor O.
Igual que Jota, el Señor O, trabaja con una voluntad que roza lo sobrehumano. Parte de su trabajo es el restablecimiento de los derechos de las víctimas del conflicto. Pero llegar a ellas a ofrecerle ayudas como tramitar procesos legales u organizar un encuentro no es tarea sencilla, en ocasiones ha implicado moverse hasta a 180 kilómetros en sectores tan alejados que lo único que se sabe del Estado es que por allá no va.
La Defensoría del Pueblo de Colombia advierte que el incremento en este periodo es desmedido. Explica que el peor de los últimos años, desde que se firmó el Acuerdo para la Terminación del Conflicto Armado con las Farc, había sido el 2018, cuando en los doce meses se contaron 88 homicidios. Pero en la primera mitad del 2020 esa cifra se sobrepasó con 91 muertes. 91 muertes en seis meses.
Los reportes de las dos instituciones son diferentes, y difieren de los de la Fiscalía, pero en lo que sí coinciden es en que la pandemia por COVID-19 no solo trajo muerte para enfermos crónicos del mundo. En Colombia el virus permitió que la soledad en las calles fuera cómplice de los grupos armados que llegaron hasta la puerta de la casa de muchos líderes sociales para asesinarlos o amenazarlos.
Leonardo González, coordinador del Observatorio de Derechos Humanos y Conflictividades de Indepaz, explica que los análisis le han permitido determinar que los grupos armados no solo están haciendo control territorial para fomentar los cultivos ilícitos. También quieren el control social y lo han dejado claro en órdenes que emiten a través de panfletos, videos y mensajes: horas de circulación, lugares a los que se puede ir, exigencia de uso de elementos de bioseguridad, incluso, con quién no hablar.
Por eso la Defensoría Nacional del Pueblo envió el 30 de abril del 2020 un documento de 20 páginas donde le explicaba a la Ministra del Interior, Alicia Arango, que emitía la Alerta Temprana 018 “debido a la situación de riesgo que afrontan los territorios con presencia y accionar de actores armados no estatales y grupos armados de delincuencia organizada, por cuenta de los efectos y las medidas adoptadas para afrontar la emergencia sanitaria derivada por la pandemia COVID-19”.
A su paso, y para esa fecha (30 de abril), según Indepaz, esos grupos delictivos ya habían arrasado con 105 líderes comunales, indígenas, de víctimas, de sustitución de cultivos, de restitución de tierras, deportivos, LGTBI, ambientalistas. Y estos últimos, estima Leonardo González, son los que dejan vacíos de liderazgo y luchas sociales mucho más difíciles de llenar.
En eso coincide con Édgar Zúñiga, abogado defensor de Derechos Humanos y amigo de Jorge Enrique Oramas, asesinado en Villacarmelo, uno de los corregimiento de Cali, dieciséis días después de que se lanzara la Alerta Temprana de la Defensoría. Su rostro quedó inmortalizado en una fotografía donde lucía sonriente, con un sombrero rojo adornado con plumas.
Igual que la foto, también se hizo viral un video en el que, con ese mismo sombrero y de camisa color rosa, Jorge Enrique pedía que se respetaran los derechos de la tierra. Para ese momento, él creía que el COVID-19 había llegado como una suerte de salvación para este planeta: “La Tierra está feliz, recuperándose de tanta afrenta que le hemos propiciado una mano de locos que hoy están confinados”.
Pero ni las organizaciones que protegen los Derechos Humanos ni las comunidades donde han sido asesinados líderes sociales están de acuerdo con esas ‘bondades’ que Jorge Enrique le atribuía al coronavirus. Édgar, su amigo, asegura que el vacío que dejó el ambientalista, en términos de sabiduría y buenas relaciones con la comunidad, es indiscutible.
Dice que en ese pueblo ubicado sobre los Farallones ya no hay quien anuncie qué semilla debe cultivarse con la llegada de la lluvia, con la fase de la luna, o la potencia del sol. Ese conocimiento se fue con Jorge Enrique: “Él nos guiaba, nos indicaba; cuando se presentaban dificultades también nos enseñaba cómo superarlas. Hoy no está esa persona que nos impulsaba a dar el salto para sortear los problemas en comunidad y nosotros, los amigos, también lo extrañamos”.
La muerte de Jorge Enrique Oramas deja una herida muy profunda en su comunidad. Él llevaba más de 20 años capacitando a vecinos, amigos, y hasta a desconocidos, en la producción agrícola limpia, sin el uso de transgénicos, recuperando semillas y combatiendo el hambre con la misma fuerza que combatía la minería en los Farallones de Cali. Lo hacía a través de talleres, de reuniones, y de programas radiales.
Por eso, por enfrentarse a la minería, dicen, fue que llegaron hasta su finca para apuntarle con un fusil, aunque las primeras pesquisas de las autoridades dan cuenta de un homicidio por posible robo.
Por eso, Leonardo González, el investigador de Indepaz, insiste en que no importa por qué lo mataron a él o a los otros 217 líderes sociales. Lo que importa, sentencia, es enteder cómo impacta ese asesinato a una comunidad porque los efectos de esa muerte son reales y afectan de verdad.
La organización Somos Defensores realizó 107 entrevistas entre familiares, compañeros de la organización o habitantes de la comunidad a la que pertenecían 98 líderes sociales asesinados en 25 departamentos del país entre 2009 y 2016.
Las conclusiones fueron contundentes: después de esas muertes quedan familias o amigos desplazados, miedo permanente por parte de personas cercanas a los líderes, familias que evitan hablar de la historia por vergüenza, temor, crisis internas.
Somos Defensores encontró que en el 35 % de los casos la organización a la que pertenecía el líder asesinado tuvo una afectación negativa tras su asesinato, en el 23 % hubo desplazamientos y en otro 23 % de los casos, atentados; en el 20 % se presentó asesinatos de otros líderes de la misma zona y en el 13 % robaron información que tenía la persona a la que mataron.
“En el 67% de los consultados se presentó una amenaza posterior a la muerte del líder, presuntamente por los mismos responsables del homicidio. Estas amenazas son manifiestas por medio de intimidaciones directas, mensajes enviados con amigos o hijos de las víctimas, así como con mensajes de texto y llamadas amenazantes”, precisa el informe de Somos Defensores titulado Stop Wars, Episodio I: crímenes contra defensores, la impunidad contraataca.
Se mata al líder, sí. Pero también se deja una herida gangrenada que amenaza con afectar a quienes siguen sus luchas.
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Han pasado cuatro años desde que se hizo ese estudio. Pero las cosas en nada han cambiado. Nora Helena Taquinás. 29 años. Gobernadora del Resguardo Indíge na de Tacueyó, en Toribío, Cauca.
Después de que fuera asesinada Cristina Taquinás Bautista, en octubre de 2019, en una emboscada en la que mataron a otros cuatro indígenas, Nora ocupó su cargo, pero tuvo que desaparecer de su territorio durante cuatro meses porque le llegaron amenazas. Su delito: ser líder y defensora de Derechos Humanos.
La han perseguido desde que era una niña. A los 5 años comenzó su desempeño como integrante de la Guardia Indígena y a los 13 años su casa quedó en medio de los combates entre el Ejército y la guerrilla de las Farc. Fue abusada sexualmente. Estuvo cinco años fuera de Tacueyó, pero regresó para compartir sus conocimientos. Algo que no pudo hacer Cristina, quien era abogada, especialista en trabajo social, integrante del Consejo Regional Indígena del Cauca, defensora de Derechos Humanos y de la implementación del Acuerdo de Paz.
Fue emboscada cuando hacía control territorial tras el supuesto secuestro de un habitante de su pueblo. Un día antes de su muerte denunció la presencia de grupos armados, los invitó a trabajar del lado de la paz, pero rechazó a quienes estaban reclutando, a quienes estaban pagando por cultivos ilícitos.
Y “a quienes no estén aquí, llévenles la voz”, dijo en medio de la multitud. Todo quedó registrado en un video de doce minutos en el que su voz se escucha rasgada por el dolor que le ocasionaba el reciente asesinato de dos guardias indígenas.
“Si nos quedamos callados no matan y si hablamos también nos matan, entonces mejor hablamos”, reiteró, enviando de nuevo un mensaje a quienes, a través de un panfleto, les prohibieron usar insignias de su comunidad.
“Invito a los niños y a los jóvenes a que se unan a la guardia porque ustedes son la generación que va a renovar el liderazgo”, concluyó Cristina Taquinás Bautista. Al día siguiente, fue emboscada desde la montaña cuando atendía el supuesto secuestro de un habitante de su pueblo. El carro en el que viajaba lo ametrallaron con ella y otras cuatro personas adentro.
Matan al líder, sí. Pero también queda una herida gangrenada.
Gobierno nacional, autoridades judiciales y miembros de la comunidad internacional dan sus puntos de vista sobre las acciones que se pueden tomar para parar el derramamiento de sangre.
Solo hasta mediados del 2020, la Defensoría Nacional emitió una resolución en la que fija unos parámetros para reconocer el trabajo de los líderes sociales en el país. El documento traza rutas para las investigaciones en casos de asesinato
La respuesta no es sencilla porque no hay una sola, de hecho, hay varios grupos responsables de la violencia, lo que dificulta un análisis global de la situación.