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Como era de esperarse, todo me parecía alucinante: las calles pavimentadas y lisas, como mesas de billar; los carros que no pitaban; los andenes limpios y despejados de vendedores ambulantes; los buses que pasaban por el paradero con una puntualidad inverosímil para los estándares de un bogotano acostumbrado a un deplorable transporte público.
Sin embargo, entre todos esos descubrimientos lo que más me descrestaba eran las máquinas en las que uno podía comprar de todo: desde tiquetes de tren hasta gaseosas, pasando por cigarrillos o chocolates; todo se podía adquirir con monedas. Y si uno no tenía monedas, asómbrense más, había unas máquinas que cambiaban los billetes por sencillo o menuda, como decimos por aquí. En otras palabras, era impensable ‘funcionar’ sin la plata contante y sonante.
Estas fueron las primeras imágenes que llegaron a mi cabeza cuando MasterCard me planteó el desafío cashless (sin efectivo). Tal vez por contraste con aquella necesidad imperiosa del efectivo en Maguncia, cuando me hicieron esta propuesta me invadieron aquellos añejos recuerdos. “Vaya paradoja”, pensé.
La idea era tratar de pasar una semana en Bogotá sin utilizar plata, valiéndome únicamente de una tarjeta débito que ellos me entregarían para pagar mis gastos habituales y, de paso, para tratar de hacer otros pagos menos convencionales, a ver si podría realizarlos sin recurrir a billetes o monedas.
Literalmente hablando, al comienzo me costó acostumbrarme, pues por instinto siempre me llevaba la mano a la billetera para pagar todo. Cuando caía en cuenta de que podría haber pagado con la tarjeta ya era demasiado tarde; así que me tocaba concentrarme para controlar ese movimiento reflejo.
Entre las risas y el enojo que me causaban esos olvidos iniciales, entendí que el problema no era solo mío, pues no se trataba de una patología de mi conducta, ni tenía problemas de aprendizaje, como llegué a temer. Simplemente sufría el mismo ‘síndrome’ que la mayoría de colombianos y que nos lleva a realizar el 90% de todas las transacciones en efectivo.
Luego de realizar, contra mi voluntad, algunos pagos en efectivo pese a tener la tarjeta MasterCard en el bolsillo, finalmente me acordé de usarla en la cafetería de un edificio de consultorios médicos. Como al echar una mirada desprevenida por el local no vi nada que me indicara que allí aceptaban tarjetas, decidí preguntarle a la joven que atendía, quien me sorprendió con una sonrisa afirmativa. “Claro que sí”, me dijo de manera muy natural. No convencido del todo, fui más específico y le disparé de nuevo: “¿Hay un tope mínimo?”. “No, señor”, agregó, levantando las cejas con un gesto de “a veeer…” con el que me hizo sentir como un cavernícola.
Al final la cuenta fue de $7.900, que hasta ese momento era la suma más pequeña que yo había pagado con una tarjeta débito en Colombia. En países donde las tarjetas débito se usan masivamente esa cantidad no le llama la atención a nadie.
Minutos más tarde, en un consultorio radiológico, me llevé otra sorpresa cuando me dejaron pagar con tarjeta unas radiografías; eso sí, con un costo equivalente diez veces al consumo de la cafetería. “La cosa funciona”, decía para mis adentros, mientras pensaba que en condiciones normales a mí no se me habría ocurrido sacar una tarjeta para hacer tales pagos, pues no tenía en mi cabeza el ‘chip’ de las transacciones electrónicas. Además, quizás debido a una especie de tara social, se tiende a creer que si uno no lleva efectivo encima, todo el mundo lo va a mirar feo, como si estuviera en la inmunda.
Con el mismo entusiasmo que sentí a mediados de los años ochenta, cuando quería pagar todo con mi primera tarjeta de crédito recién expedida, me puse a explorar nuevas posibilidades de pago sin efectivo. Entonces me impuse una meta que a la postre resultó demasiado ambiciosa: la ciclovía, donde descubrí que las posibilidades de supervivencia sin efectivo son prácticamente nulas. Tanto el mecánico del taller móvil como la señora que prepara el salpicón o el vendedor de la avena le lanzan a uno miradas compasivas cuando menciona la posibilidad de pagar con tarjeta débito. “Todavía no, vecino”, me dijo el señor que le puso aire a una rueda de mi bicicleta.
En cambio, un sitio donde hice un gran hallazgo fue la Plaza de Mercado de Paloquemao, en la calle 19 de Bogotá. Aunque usted no lo crea, hay más de un puesto de venta de frutas y verduras y varios graneros donde las tarjetas son bienvenidas. Sin embargo, en algunos de esos lugares me dio la impresión de que los precios eran un poco más elevados que en aquellos donde se paga en efectivo.
Algo similar me ocurrió después en la sastrería eclesiástica Chevalier, un almacén de productos religiosos. Como antiguo acólito y sacristán que soy, siempre me han llamado la atención los objetos litúrgicos y la indumentaria de los sacerdotes. Así que me desplacé hasta el centro de la ciudad, a esta tienda donde prácticamente venden “todo lo que usted necesite para su ceremonia religiosa”.
Allí se puede pagar con tarjetas, siempre y cuando la compra sea mayor de $50.000 y no hay derecho a rebaja. Si se paga en efectivo, al igual que en muchos otros establecimientos, existe la posibilidad de obtener un descuento. Según el vendedor, esto se debe a que a ellos les cobran un porcentaje por cada transacción y que además el almacén debe pagar el alquiler del datáfono. Algo similar me había pasado en una miscelánea cercana al Centro Andino, donde su propietario se niega de plano a recibir tarjetas por los costos que implica y que, según él, tocaría trasladarlos a su clientela.
Al salir del almacén pensé que no les falta razón a los pequeños comerciantes; pues si hoy por hoy mucha gente se resiste a realizar operaciones con cheques para evitar el pago del 4x1.000, una comisión de 4% o 6% en las transacciones con plástico desestimula el uso del mismo; lo cual carece de lógica, si se tiene en cuenta que en Colombia hay unos 13 millones de tarjetas débito y 4 millones de crédito.
Como se trataba de indagar por los pagos electrónicos en lugares poco convencionales, resolví ir a La Torre de Babel, una fascinante librería de libros de segunda, a pocas cuadras de la tienda eclesiástica. Al llegar subí directo al segundo piso de la edificación, ubicada en la carrera 8 con calle 16, donde suele despachar Félix, su propietario, un amable y curtido librero, que no solo conoce muy bien su oficio, sino que vive muy al tanto de la actualidad política.
Después de intercambiar con él algunos comentarios preelectorales, le solté mi carga de profundidad: “¿Usted recibe tarjetas débito?”, le pregunté casi por protocolo, pues creía conocer ya su respuesta, ya que en alguna ocasión yo había pagado allí con una tarjeta de crédito. Pero Félix me contestó con un amable y concluyente “no”. Al ver mi cara, él aclaró que sí acepta tarjetas de crédito, pero que no usa datáfono, sino imprinter, esa antigua maquinita en la cual toca poner la tarjeta sobre una especie de papel carbón, que es el comprobante de pago, en el cual quedan las letras grabadas a presión.
“La verdad es que no he hecho el papeleo”, admitió Félix al tratar de justificar su negligencia, mientras yo, sin decir nada, sentía cierta alegría mezclada con nostalgia. Al fin y al cabo, en un local donde venden por igual viejos libros de consumo masivo y obras de la literatura clásica, el uso del antiguo ‘datáfono’ le imprime al lugar cierto encanto que ya casi no se encuentra en ninguna parte.
En este período, por supuesto, también pagué con tarjeta cosas convencionales, como las compras del supermercado, flores para regalar, gasolina, comida en restaurantes, domicilios, etcétera, con las cuales no tuve ningún inconveniente. Tampoco tuve problemas en parqueaderos, pero sí con los servicios de valet parking, que inexplicablemente solo manejan billete en rama, como se dice popularmente.
Y aunque no tuve suerte con los taxis que tomé, pues ningún conductor tenía datáfono, hubo una experiencia que se convirtió para mí en un grato descubrimiento, a la hora de moverme en las calles bogotanas. La tarjeta débito que usé -de Bancolombia para más señas- tenía un chip compatible con el Sitp, que me permitía pagar el pasaje directamente en el bus, sin necesidad de usar las tarjetas del sistema. Sin duda, con esta tarjeta me sentí un privilegiado, pues era notorio el contraste con el suplicio que significa transportarse en los buses viejos y destartalados en los que sí reciben efectivo. Una diferencia del cielo a la tierra.
En resumen, en esos días sin cinco pude realizar mis actividades normales en un 80% aproximadamente, una proporción mucho más alta de lo que yo hubiera imaginado; pero los bancos y los operadores de los datáfonos (Redeban y Credibanco) tienen un gran reto para masificar el uso del dinero plástico, pues hay aún muchos establecimientos que podrían implementar los pagos electrónicos.
Según cifras de MasterCard, en Colombia hay 235.000 negocios afiliados al sistema y la meta es llegar a 770.000 en 2018. Sin embargo, para que esto sea posible se necesita no solo crear conciencia entre los comerciantes y los consumidores, sino también en las entidades reguladoras del gobierno, para que faciliten los trámites, en especial para los pequeños comerciantes.
Si hace un cuarto de siglo quedé maravillado con las posibilidades que me ofrecían las monedas en Alemania, el desafío cashless me permitió descubrir una buena cantidad de cosas que se pueden hacer con tarjeta débito y que sin duda nos simplifican la vida.
Lo único malo es que cuando ya me iba acostumbrando me tocó que devolverle la tarjeta a MasterCard y empezar a hacer todas esas cosas con plata de mi propio bolsillo. O, mejor dicho, de mi propia cuenta.
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