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Preserva y digitaliza millones de piezas sonoras y visuales, desde películas y programas de radio y televisión hasta canciones más o menos conocidas y efectos sonoros.
Rodeada de granjas y junto a las montañas de Blue Ridge, Culpeper es una pequeña localidad del estado de Virginia que pasaría desapercibida si no fuera porque acoge un centro único que atesora el mayor archivo audiovisual del mundo.
Allí se encuentra el Centro Nacional de Conservación Audiovisual, dependiente de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, donde apenas un centenar de empleados trabaja sin descanso para preservar y digitalizar millones de piezas sonoras y visuales, desde películas y programas de radio y televisión hasta canciones más o menos conocidas y efectos sonoros.
El búnker convertido en archivo
El edificio que lo alberga fue un búnker construido al este del río Misisipi durante la Guerra Fría que guardaba US$ 6,000 millones para poder reflotar la economía, en caso de que Estados Unidos sufriera un ataque nuclear.
“Eso si quedase alguien vivo para hacerlo”, bromea Rob Stone, el curador del archivo de películas, mientras enseña junto al responsable del archivo sonoro, Matthew Barton, las instalaciones, en las que están guardados 3.6 millones de piezas sonoras y 1.6 millones de filmes.
El complejo se conoce como Packard Campus, porque tras ser abandonado en los años noventa, David W. Packard -hijo del fundador de Hewlett Packard- se lo compró al gobierno para restaurarlo, acondicionarlo y volverlo a donar, esta vez a la Biblioteca del Congreso, para crear este centro.
Un halo de misterio rodea no sólo el edificio original, que tiene forma de media luna y está enterrado en una colina, sino también las ampliaciones de este campus, que albergan kilómetros de estanterías para almacenar las películas y los archivos sonoros en todos los formatos conocidos.
En cada departamento, los anfitriones tienen que abrir con su tarjeta de empleado una caja que guarda las llaves de todas y cada una de las cámaras frigoríficas y los distintos almacenes. Cuando cogen una llave, ponen su nombre en una pizarra para que los demás sepan que están allí.
La temperatura, crucial
¿Por qué tanta precaución? Pues entre otras cosas porque la temperatura de la mayoría de las cámaras de almacenaje es de unos 2 o 3 grados centígrados para poder conservar numeroso material que de otra forma se deterioraría muy rápidamente. Algunos trabajadores se ponen incluso monos de abrigo cuando entran en ellas.
El cuidado es aún mayor en las cámaras que guardan las películas de nitrato, altamente inflamables e imposibles de apagar en caso de incendio, recalca Stone.
En ellas el almacenaje se divide en pequeños estantes con dos películas cada uno, para que si hay un fuego no se extienda a las demás; aspersores en diagonal para apuntar solo al fuego y con un techo que se eleva a modo de chimenea para dejar subir las llamas y evitar explosiones horizontales que acabarían con buena parte del recinto.
¿Por qué conservar? Para copiar mejor
¿Merece la pena tanto esfuerzo? ¿Por qué no copiar y dejar morir los originales? Barton lo explica: “La copia es la forma de preservarlo. Guardamos los originales porque la tecnología no deja de mejorar y nos permite copiar cada vez mejor”.
Así, cuando hacen la copia directamente del original con la mejor tecnología consiguen la mejor copia posible hasta ese momento.
En cualquier caso los originales no salen del edificio y cuando un investigador pide algo a la Biblioteca del Congreso se le manda la copia digitalizada.
Las joyas
El primer estornudo grabado de la historia, en 1894; el primer beso filmado (May Irwin Kiss, en 1896), la primera grabación de Frank Sinatra en 1935 o la copia original de “Great Train Robbery” rodado en 1903 y considerado el primer “western” de la historia, son sólo algunos ejemplos de las joyas que guarda esta inabarcable colección.
Durante el recorrido por el centro, Stone hace una parada para mostrar un extracto de la película “Pepe”, uno de los éxitos del mexicano Mario Moreno “Cantinflas”, rodada en Estados Unidos y con estrellas como Shirley Jones, Jack Lemon o Judy Garland.
También muestran un disco con la retransmisión informativa de la situación en Madrid en noviembre de 1936, a pocos meses de que estallara la guerra civil española.
Y efectos sonoros. Hay discos con grabaciones del sonido de un tren de vapor, un tractor, un coche de caballos, un coyote e incluso de una vaca lechera.
Son innumerables las películas que guarda este archivo, y en algunos casos se conserva el original, como ocurre con el clásico “Mr. Smith goes to Washington”, dirigida por Frank Capra en 1939 y protagonizada por James Stewart. A Stone le gusta pensar que tiene ante sí un material que estuvo en algún momento junto al propio Stewart.
Y hay colecciones enteras, como las donadas por Bob Hope o por Jerry Lewis, quien, según el curador, quiso conocer directamente “a la gente que iba a cuidar” su legado antes de darlo.
Y aunque el centro no está abierto al público, sí lo está su cine, que acaba de reabrirse tras dos años de pandemia. Es una réplica del que Packard tenía en Palo Alto (California), con las mismas lámparas, la misma moqueta y el mismo escenario, debajo del cual hay un órgano para interpretar la música durante las películas mudas.
La calidad de su conservación es notable, como lo es la de un cartucho sonoro que muestra Barton junto a una de las ingenieras del centro, un extracto de una pieza musical grabada en Ciudad de México en 1910 con un fonógrafo Edison. Para poder escucharlo hubo que atemperarlo durante días.
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