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En el distrito financiero de Nueva York vivió Bernard Baruch, muchos lo veían como el papá de los inversionistas más arriesgados
Le encantaba sentarse en los bancos de los parques de Washington D.C. y de Nueva York para comentar asuntos gubernamentales y de finanzas con desconocidos. Le gustaba sentir el pulso de la calle, salir de la burbuja de los poderosos y escapar por un rato de la fiebre capitalista de Wall Street.
El sabio del parque se llamaba Bernard Baruch y podría haber pasado a la historia tanto por sus virtudes como inversionista como por su papel como consejero y asesor de los inquilinos de la Casa Blanca en periodos tan complejos como la Primera y Segunda Guerra Mundial.
A Baruch, hijo de un médico judío, le llamaban el lobo solitario de Wall Street, el papá de ellos por su empeño en mantenerse independiente, sin vincularse a ninguna gran firma. Brillante y vanidoso, atractivo y simpático, empezó su carrera inversora como socio de AA Housman & Company para comprar después un asiento en la Bolsa de Nueva York, que entonces era una entidad privada en la que solo se podía operar con un puesto propio.
El asiento le costó US$18.000 de la época pero en poco tiempo ya lo había amortizado con creces especulando con materias primas como el azúcar. Antes de los 35 años, ya era millonario y se había convertido en uno de los inversionistas más poderosos de Wall Street.
Su estrategia inversora consistía en centrarse en pocos valores que reevaluaba de manera periódica, en mantener una cantidad sustancial de efectivo y en evitar llevar al límite las ganancias vendiendo al precio máximo y comprando al mínimo, algo que, según Baruch, solo podían hacerlo los mentirosos.
Al estadista que se sentaba en los bancos de los parques le espantaba que los mercados bursátiles se consideraran un atajo para ganar dinero fácilmente. Una de sus frases célebres era: "Tenga cuidado con los peluqueros, camareros o cualquier persona que le dé consejos o información privilegiada". Así, cuando el limpiabotas que frecuentaba comenzó a darle pistas de inversión, Baruch decidió que era el momento de vender, anticipándose de esta manera al dramático desplome de los mercados provocado por el crash del 29, del que salió indemne.
A pesar de su éxito como inversionista, Baruch dejó su trabajo a tiempo completo en Wall Street para comenzar a asesorar a los presidentes de Estados Unidos. Comenzó como consejero en 1916, en plena Guerra Mundial, de Woodrow Wilson, con quien acudió a la Conferencia de Paz de París que puso fin a la contienda.
Sus valiosos consejos en materia económica, en gran parte centrados en medidas para combatir la inflación, le convirtieron en asesor también de Franklin D. Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial y de Harry Truman, al que aconsejó medidas para el control internacional de la energía atómica que finalmente no prosperaron.
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