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Aunque fue despedido por unos días, la empresa tuvo que devolverle el cargo por el temor a que varios de sus empleados se fueran tras de él
Con tres años ya era capaz de arreglar cualquier dispositivo electrónico casero, se hizo multimillonario ayudando a otros emprendedores y creó OpenAI para "el beneficio de la humanidad".
Sam Altman nunca se ha sentido cómodo del todo con el papel que le han adjudicado de mesías tecnológico. "Hay gente que lo disfrutaría más". Pero al mismo tiempo, y sin haber cumplido todavía los cuarenta años, asegura estar en posesión de un conocimiento casi profético que le permite vislumbrar el futuro de la IA y el cambio social que se impondrá a largo plazo. De sí mismo ha dicho que cuenta con "un nivel delirante de autoconfianza". Por eso, no es de extrañar que no entrara en pánico cuando hace justamente una semana recibió una llamada del consejo de OpenAI para despedirle de la compañía que él mismo ayudó a fundar. Ahora, el hijo pródigo está de vuelta en casa, aunque con nuevas reglas. Sus reglas.
Ni siquiera es el primer motín al que se enfrenta Altman. Que ya sobrevivió en 2018 al intento de Elon Musk, dueño de X y de Tesla e inversor fundacional de OpenAI, de hacerse con el control de la compañía. La visión de Altman se impuso y Musk tuvo que retirarse. Sus compañeros en esta aventura de la inteligencia artificial no dudan en alabar su genialidad. Le describen como una mente brillante que, a veces, peca de falta de empatía. Él mismo reconoce que está "bastante desconectado de la realidad de la vida" y se siente más cómodo teniendo como compañero de trabajo a ChatGPT, que considera el "equivalente a un humano medio". Cuando le preguntan por sus dotes de gestión y liderazgo, asegura que "hay otros líderes más carismáticos" en Silicon Valley. Sin embargo, cuando fue despedido, Greg Brockman, cofundador de OpenAI, dimitió para seguir junto a Altman, sin importar entonces el destino. Y la plantilla en bloque de la compañía amenazó al consejo con irse. Todos estaban decididos a seguir los pasos del profeta.
Una mente muy compleja que intenta hacer del mundo un lugar más... sencillo. Y no necesariamente más seguro. Porque él mismo ha advertido de los riesgos de la inteligencia artificial. Es un defensor de la idea de que el ser humano, como especie, tiene que detenerse y decidir hasta dónde quiere que llegue la IA. Persigue la utopía de un consenso global de la humanidad. "Tenemos que establecer los límites que el sistema nunca debería traspasar". La revolución tecnológica es inevitable. Y los riesgos de un desarrollo descontrolado son reales. Altman ha avisado de ello en numerosas ocasiones. Aunque no por eso ha dejado de avanzar en el campo de la inteligencia artificial. Para algunos, demasiado rápido. Precisamente, este debate que se antoja imposible de resolver fue lo que precipitó su mediático despido.
Altman nació en Chicago en 1985, pero se crio en San Luis (Misuri) en el seno de una familia judía con profundas convicciones religiosas que le han marcado en su vida adulta, tal y como él mismo ha reconocido en numerosas ocasiones. Pronto se reveló como un niño prodigio. A los tres años ya era capaz de reparar dispositivos electrónicos caseros. Cuando cumplió nueve años, sus padres (una dermatóloga y un agente inmobiliario) le compraron su primer ordenador Mac. En 2003, más o menos cuando Silicon Valley empezaba a recuperarse de la burbuja .com, se matriculó en Stanford. Al año siguiente, fundó Loopt junto a su entonces novio, Nick Sivo. Se trataba de una aplicación para geolocalizar amigos. Justo al mismo tiempo Mark Zuckerberg fundó Facebook. Loopt no fue un éxito, al menos, no el que Altman esperaba, pese a que fue capaz de vender la compañía por US$43 millones.
Cogió el dinero, fundó su propio fondo de inversión llamado Hydrazine Capital y se tomó un año sabático que le llevó a meditar a India. "Ese viaje cambió mi vida". Se puso al frente de la aceleradora de start up Y Combinator, que ha lanzado compañías como Airbnb o Stripe, y en las que Altman también invirtió a título personal. Era un imán no solo para los proyectos tecnológicos más disruptivos, sino también para los inversores, que confiaban ciegamente en su instinto para identificar las ideas que triunfarían. Empezaron entonces a compararlo con Bill Gates cuando creó Microsoft. Curiosamente, se trata de la misma compañía que acabaría respaldando OpenAI y su gran valedor durante esta última semana.
Por aquel entonces, Altman tenía muy claro que "el gran secreto es que puedes doblegar al mundo a tu voluntad casi siempre, pero la mayoría de la gente ni siquiera lo intenta". Estaba convencido de que su trabajo tenía algo de mesiánico: "Los fundadores más exitosos no se proponen crear empresas; su misión es crear algo parecido a una religión, y en algún momento resulta que formar una empresa es la manera más fácil de hacerlo".
Siguiendo esta filosofía, se convirtió en un multimillonario que disfrutaba ayudando a otros a perseguir sus sueños empresariales, mientras él se permitía el lujo de invertir en el desarrollo de un avión supersónico o disfrutar de una de sus grandes pasiones: los coches de carreras. Incluso coqueteó con la idea de presentarse a las elecciones para ser gobernador de California. Más allá de sus caprichos terrenales, nunca abandonó su vocación más altruista. Y así es como nació OpenAI, que en su estatuto fundacional es una ONG. El objetivo estaba claro: "Crear una computadora que pueda pensar como un humano en todos los aspectos y usarla para el beneficio máximo de la humanidad".
Desde entonces, Altman se esfuerza en encontrar la forma de cuadrar el círculo: mantener el espíritu altruista de OpenAI y ganar dinero licenciando ChatGPT y otros desarrollos en el ámbito de la IA. Y, al mismo tiempo, se prepara para un futuro gobernado por la inteligencia artificial. Ha invertido en Helion Energy, compañía que investiga la fusión nuclear, con potencial para convertirse en la fuente energética más barata del planeta; en Retro Biosciences, que confía en alargar en más de una década la esperanza de vida del ser humano; y en Worldcoin, una start up que escanea el iris del ojo para definir la identidad digital de un humano y resolver el gran dilema que plantea la IA: quién es humano y quién no en un mundo virtual.
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