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La inflación es tan demencial que los dispositivos de lectura de tarjetas ni siquiera pueden ejecutar una simple compra de comida rápida.
Existen pocos lugares tan caóticos o peligrosos como Venezuela. "Vida en Caracas" es una serie de historias breves que busca capturar la calidad de vida surrealista en una tierra en total caos.
Estaba hipnotizada mientras el cajero del Burger King deslizaba la tarjeta de débito de mi amigo.
Whopper, desliza.
Coca, desliza.
Papas fritas, desliza.
Salsa de barbacoa adicional, desliza.
La inflación es tan demencial que los dispositivos de lectura de tarjetas ni siquiera pueden ejecutar una simple compra de comida rápida –esta costó unos 20 millones de bolívares– sin dividirla en pequeños pedazos. El grandioso plan del presidente Nicolás Maduro para arreglar esta situación es redenominar la moneda y eliminar cinco ceros. Dice que esto "cambiará la vida monetaria del país de manera radical".
Probablemente no. Pero al menos aliviará temporalmente la locura. No hay ni una sola transacción comercial en la actualidad –desde pagar un taxi a comprar un perro caliente en un carrito de la calle– que sea sencilla y sin complicaciones. Ni una sola.
Quiero decir, llugué al Burger King solo debido a una extraña serie de eventos en un restaurante la noche anterior que me dejó repentinamente, y completamente, sin nada de dinero en efectivo. Todo comenzó cuando el cajero me dijo que mi tarjeta de débito había sido rechazada. Y no importó cuántas veces la deslizara, la respuesta fue la misma. Llamé al banco. El tipo en la línea me informó que había alcanzado mi límite de retiro de dinero durante el mes. ¿Cuánto era eso? 480 millones de bolívares. Eso puede parecer mucho, pero solo equivale a unos US$120.
El límite, me dijo, era la forma en que la autoridad bancaria combate la actividad financiera ilícita. Realmente. Y debido a que las tarjetas de crédito (límites de gasto pequeños) y el efectivo (demasiado engorroso) han dejado de ser opciones de pago viables, me quedé, como he comprendido, sin un centavo por el resto de los 11 días que faltaban hasta fin de mes.
Por supuesto, esto no era una verdadera penuria. El alquiler estaba pagado, no tenía deuda con los servicios públicos. Y, de hecho, me las había arreglado para comer ese viernes por la noche, después de que llamaran al gerente. Aceptó una transferencia bancaria en línea, aunque solo si entregaba algún tipo de garantía hasta que se confirmara la transacción. Le entregué mi identificación y tarjeta de débito, rehenes durante la noche, por una copa de vino y un sushi de camarones.
Burger King, gracias a la generosidad de mi amigo, me ayudó a sobrevivir el sábado. El domingo, fui a La Guairita, un barrio donde los vendedores venden productos importados que ya no se ven en los supermercados. Todas las cosas tienen un sobreprecio increíble, y gran parte de ellas ya pasó su fecha de caducidad. La ventaja, recordé en mi desesperación, era que podía pagar mediante transferencia bancaria.
Esta repentina avalancha de libertad financiera me impulsó a traer más de lo que necesitaba. Polvo de hornear, ¿por qué diablos no? Cereal de chocolate, sin duda. La emoción no duró mucho. El sitio web de mi banco colapsó.
Me dejé caer en una silla de plástico al sol y esperé. Mientras estaba allí sentada, la adrenalina de comprar un montón de cosas al azar lentamente se fue apagando. Empecé a descartar algunos artículos. Primero, fue la caja de cereal de chocolate y una lata de refresco y luego, por desgracia, una bolsa de bocaditos de queso.
Después de 45 minutos, misericordiosamente la transferencia funcionó. Ahora con una sonrisa, me fui con el polvo de hornear, un poco de trigo y algunos huevos y plátanos. Esa tarde, hice panqueques de plátano. Estuvieron geniales, o tal vez solo estaba realmente hambrienta.
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