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Mientras el mundo camina hacia la nueva normalidad, los hechos de Afganistán y Haití nos tocan de frente y algo debemos aprender de la situación
Mientras un puñado de exmilitares colombianos se encuentran atrapados en el magnicidio del presidente de Haití, comprometidos con su muerte, el Gobierno colombiano se ha comprometido con Estados Unidos a albergar de manera temporal a unos 4.000 afganos desplazados por la resurrección de los talibanes.
Es una suerte de noticias sacadas del final de los años 90 cuando la ilusión de la llegada del año 2000 advertía sobre un cambio de época, pero que terminó siendo una época de cambio. Desde muy pocos años después de su independencia a comienzos del siglo XIX, Haití ha sido un sinónimo de malas noticias para la región y para el mundo. Ahora, el asesinato de su presidente, Jovenel Moise, en el que están comprometidos colombianos, no deja de atormentar a las autoridades nacionales en una suerte de compromiso agridulce con sus ciudadanos y de respaldo a la justicia internacional. Distinto hubiese sido que en ese terrible episodio no hubiese habido ningún papel protagónico de ex militares, situación que ha llevado a pensar desde la situación económica de los retirados hasta la formación ética de los servidores militares, que dicho sea de paso no puede dejarse pasar una vez se pase la página haitiana.
Y como si fuera poco, al déjà vu proveniente de Haití, que compromete la imagen colombiana en el mundo, llegan las noticias del retorno taliban en Afganistán, hechos que eran casi anecdóticos globales, pero el Gobierno los localizó al aceptarle la propuesta de Estados Unidos de albergar de manera temporal unos 4.000 desplazados de ese país en tránsito hacia Norteamérica. Por razones humanitarias Colombia está obligado a hacerlo y más aún como aliado incondicional de Estados Unidos. Decisión que seguramente acarreará las críticas de una región cada vez más anti-estadounidense y que ve en el caso Afganistán una nueva derrota internacional por intentar solucionarlos problemas internos más allá del continente.
En estos momentos, hay más de un millar de haitianos transitando por la carretera Panamericana, de sur a norte, rumbo a Estados Unidos (vía Urabá), también desplazados por la inestabilidad política de su país, la pobreza o una combinación de esas circunstancias invisibles que obligan a las personas a buscar un futuro mejor en otra parte. Y si a esos pocos caribeños se les suman los casi dos millones de venezolanos, muchos de ellos nacionalizados, que se encuentran diseminados en casi todos los municipios de Colombia, vemos que el país está frente a una nueva situación problema, pues para nadie es un secreto que Colombia también es un gran productor de desplazados internos que le huyen a la violencia local y los obliga a buscar bienestar en las grandes ciudades. La pandemia ha dejado 21 millones de colombianos en la pobreza, de los cuales 7 millones viven con menos de un dólar al día, es decir en pobreza absoluta.
No son situaciones sociales menores que deben explicarse bajo las palabras de “razones humanitarias”; el país atraviesa por una situación social crítica que debe ser atendida por las autoridades locales y con el apoyo financiero internacional. Nadie se opone a las razones humanitarias, el punto es que para hacer bien el papel y para atender a la gente necesitada se requieren recursos y un plan de acción concreto que impida que Colombia se convierta en una gran terminal de desplazados.
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