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La Federación de Cafeteros compra la carga a más de $2 millones, el valor más alto registrado en la historia de un país cafetero como Colombia, una situación que debe durar
Durante los casi dos años que ha durado la pandemia el mundo está tomando más café y a los países productores del grano les ha ido bien, especialmente a los mayores cultivadores que desde hace décadas tienen sincronizadas sus cosechas con la demanda internacional. Cada día, al amanecer, los bebedores de tinto se toman unas 2.000 millones de tazas, lo que quiere decir un consumo per cápita de casi kilo y medio del grano todo el año. Son los países escandinavos los que más toman café, especialmente en las horas de la mañana, le siguen los norteamericanos y los europeos muy de cerca. En Asia y América Latina es importante, pero no es masivo, al punto que desde hace un siglo es la mercancía más comercializada en el mundo y por fortuna Colombia tiene escrita su propia página en esta historia, pues es el mayor productor de la variedad arábica, la más apetecida entre los consumidores, una variable de la ecuación económica colombiana que ha permitido que más de medio millón de familias deriven su sustento del cultivo y que la economía haya estado marcada por dos o tres boom cafeteros, que le han representado progreso y bienestar a las regiones cafeteras por encima de las que no tienen esa cultura. El gran aporte a la economía es indudable, pero la transformación social que ocurre en las zonas a donde llegue el grano no han sido objeto de estudio, y todo se debe a la gremialidad cafetera de hace varias décadas, pues para nadie es un secreto que los comités, las cooperativas y la misma Federación han sido el Estado en donde el Gobierno Central nunca llegó. El cultivo de la variedad arábica necesita de mucho cuidado, es un arbusto querido que siente el calor humano que lo cuida y que requiere mucho trabajo manual no mecanizado como ocurre en Brasil, Vietnam e Indonesia, los grandes competidores en producción en los mercados internacionales. Por décadas, el café ha seguido a la pobreza de cerca, o la pobreza ha sido acosada y erradicada por el cultivo del café. Se aloja en tierras faldosas, no tan calientes, muchas volcánicas o ácidas y demanda cuidado permanente de personas que protegen las sombras de las matas y apalean las malezas, de allí, que sean generaciones enteras de familias abnegadas las que han visto salir corriendo a la pobreza gracias al ingreso permanente de sus cosechas, ahora les pagan más de $2 millones por la carga de café de 125 kilos, precio de referencia de la Federación Nacional de Cafeteros, el gran comprador de las dos cosechas colombianas del grano que bordea los 14 millones de sacos anuales.
Ese buen precio es la mejor noticia del año para el campo colombiano, pues el café representa casi 3% de PIB del agro; no es menor que los precios internacionales, desde hace casi un año, estén por encima de US$2,20 la libra, valor que puede superar los US$3 si la demanda se mantiene y a los otros productores internacionales los costos o su modelo no les da. Debería ser casi un propósito nacional hacer que el boom cafetero se extienda por uno o dos años más para que más municipios cafeteros sepan qué es una bonanza, como los huilenses, nariñenses y caucanos, y por qué no, que el café sea una alternativa honesta contra la coca. No es ingenuo plantear que unos buenos precios del café pueden activar cultivos en tierras hoy dedicados a lo ilícito, pues una entrada menor, pero más honesta y permanente, puede marcar la diferencia.
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