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No es claro ni trasparente el manejo que el Gobierno le está dando al futuro de las industrias de licores nacionales
La ministra de Industria y Comercio, Cecilia Álvarez, tiene razón cuando le pide a los empresarios nacionales acelerar sus procesos de competitividad para ser más exitosos o simplemente sobrevivir en tiempos de mercados abiertos. El llamado no sobra en el sector privado que está acostumbrado a competir a nivel local e internacional con productos extranjeros, gracias a los tratados de libre comercio. Pero el sector público, y más las empresas industriales y comerciales del Estado, no hacen lo propio y han estado protegidas por muchos años con monopolios dignos del siglo XIX.
Las industrias licoreras son algunas de ellas, que han mantenido las rentas departamentales por un par de siglos y siguen pidiendo protección ante la llegada de licores de otros mercados. Los hábitos de consumo de los colombianos han cambiado y el aguardiente y la cerveza están siendo desplazados por vinos, whiskys, vodkas, ginebras, etc. Todo con el argumento de que con el impuesto regional del aguardiente se paga la salud y la educación. Los gobernadores que aún mantienen sus licoreras rentables y en crecimiento están dando la pelea para que se les mantenga el monopolio y ellos pongan impuesto muy altos a las importaciones. Esa situación debe cambiar para bien de los consumidores.
Pero cuidado. Así como estamos seguros de que el libre mercado beneficia a los consumidores y que nadie está obligado a beber aguardiente criollo en lugar de vino o whisky extranjero, también defendemos al aguardiente como un bien cultural que debe estar a la altura nacionalista del tequila mexicano o el pisco peruano. Es una bebida que identifica a las regiones, una industria que puede ser rentable y que está desprotegida y en manos de los gobernadores politiqueros de turno, que financian las campañas de sus sucesores con el manejo de los llamados estancos municipales.
Esa es la dicotomía: competencia internacional en bien de los consumidores, o protección a una bebida nacional distintiva; eso es lo que deben zanjar los mandatarios regionales versus los nacionales. No es fácil la solución y no será salomónica, pero de ese laberinto en que están metidos los aguardientes debe salir bien librada la identidad antioqueña, valluna, caucana o santandereana, y también las rentas departamentales. Nada más mal manejado que la inmensa mayoría de las licoreras departamentales que se convirtieron en fortines políticos y dejaron en el subdesarrollo y baja competitividad unas bebidas que puede ser manejadas como verdaderos orgullos regionales.
Lo censurable en el reciente episodio es la jugada política que las licoreras aliadas a las bebidas extranjeras le querían dar a los gobernadores.
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