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Los Congresistas que aceptan dinero o puestos de parte del Gobierno deben ser denunciados y pagar por pervertir el sistema político que demuestra estar capturado por la corrupción
Casi todas las entidades públicas han tenido algún episodio de corrupción en la historia, solo algunas han logrado permanecer impolutas a la cultura campeante de la transacción oscura, la extorsión, el tráfico de influencias y la apropiación de dineros públicos. De lejos, la corrupción en el sector público, es el peor de todos los males de Colombia y el origen de la inconformidad generalizada con ministros, senadores, representantes, concejales, alcaldes y gobernadores, además de cientos de directivos de entidades que frecuentemente aparecen en actos delincuenciales con el erario público.
Es un mal de nunca acabar y en el que los vasos comunicantes con el sector privado lo mantienen vigente como un cáncer que hace metástasis, pues el gran presupuesto anual de más de US$130.000 millones, unos $510 billones, es queso en una ratonera hambrienta.
Y es cuestión de que es tan delincuente quien paga para obtener beneficios políticos, como quien recibe el dinero público para pasar normas, acuerdos, decretos, leyes, todo ese andamiaje normativo que se ha convertido en la forma de vivir de miles de políticos colombianos. Casi todos los servidores públicos, máxime en cargos de elección popular, entran a los puestos o a sus responsabilidades con el Estado con patrimonios normales, muy ajustados a la pobreza de la realidad económica nacional y en pocos años los multiplican sin justificaciones reales.
Ni la Dian ni la Unidad de Información y Análisis Financiero, cumplen con su papel e investigar hasta las últimas consecuencias los patrimonios de senadores, representantes, concejales, alcaldes, gobernadores y todos los servidores públicos que están capturados por la corrupción. La Contraloría y Procuraduría tienen fallas en su origen, pues sus líderes llegan a esos cargos de vigilancia y control, gracias a acuerdos políticos a quienes deben vigilar, rompiendo cualquier tipo de “gobierno corporativo” público decente que garantice buen manejo de los recursos públicos.
Son ratones, cuidado el queso; un juego de roles perversos que debe llegar a su fin. No son las instituciones infectadas o capturadas por los corruptos, son las otras instituciones que deben investigar y castigar las que no están funcionando.
La sartén está en manos del aparato judicial limpio, las altas cortes, los altos tribunales -y por qué no- la Fiscalía como últimos reductos legales y esperanza de la sociedad, que deben poner la casa en orden. No hay mucho qué hacer con las llamadas “ías” con origen en un Congreso lamentable, son las cortes las que deben actuar en contra de la corrupción enquistada en el Ejecutivo y Legislativo colombianos.
Hay un ruido crónico proveniente del Congreso de la República que ha involucrado desde hace varias décadas a los partidos que están en las distintas coaliciones con el Gobierno, que a su vez peca cuando distribuye contratos, puestos y representaciones diplomáticas para poder gobernar.
Hay que repetir sin cansancio que la cooptación es un fenómeno criminal derivado de un conjunto de delitos tipificados en el Código Penal, pero avalados por los colombianos, en una suerte de CVY o “cómo voy yo”, práctica que hace parte de la cultura colombiana; vista también como “que roben, pero que hagan algo” o, dicho de otra manera, “la corrupción es tolerable en sus justas proporciones”.
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