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Permitir que nuevamente todos los congresistas puedan ser ministros es arrodillar el poder legislativo ante el ejecutivo y romper los equilibrios
Por fortuna la reforma política del Gobierno Nacional está agonizando en el Congreso, no solo por la ausencia de buenos negociadores en la administración central, sino porque está llena de verdaderos anacronismos. Por ejemplo, intentar revivir la posibilidad de que cualquier senador o representante pueda convertirse en ministro, lo que no es una cosa distinta a institucionalizar la “mermelada”. La idea viene de tiempo atrás, justo desde que la Constitución de 1991 sepultó esa nociva práctica política. Desde ese momento han sido muchos los intentos por hacer que los congresistas dependan de un cargo en el Ejecutivo. Claramente es un verdadero acto de corrupción permitir que senadores y representantes a la Cámara durante su período de elección popular puedan ser ministros, incluso sin perder su investidura ni su derecho a volver a la curul aplazada. Esa fue una costumbre política muy arraigada en la vieja Colombia engendrada en el Frente Nacional y sustentada con el pobre argumento que así sucede en países como Inglaterra, Alemania o Japón, olvidando o confundiendo de tajo (deliberadamente) lo que es un congreso y un parlamento.
Quienes confeccionaron ese “mico enmermelado” no tienen principios constitucionalistas e insultan la inteligencia de los colombianos. Primero porque tratan de confundir a los electores y a la opinión pública en general sobre lo que representa un sistema de gobierno parlamentario y el papel que tiene el legislativo (Senado y Cámara) en un sistema presidencialista como el colombiano. Y lo segundo, que es lo peor, es que con la idea descabellada tratan de hacer que los congresistas trabajen en función del Presidente, quien sincronizará las crisis ministeriales con base en los apetitos burocráticos de los interesados. Si esta idea hace eco tendríamos una peligrosa endogamia política en la que el Presidente podría negociar las carteras y sus políticas públicas al mejor postor, mientras que el Congreso podría desencadenar crisis en el Ejecutivo en los pasillos. No se puede olvidar que el control político que ejerce el Congreso sobre el Gobierno Nacional es uno de los contrapesos que garantiza que ambos poderes controlen y vigilen sus funciones, para dejar de lado que se pongan de acuerdo para repartirse los presupuestos y la burocracia. Lo peor es que la propuesta aprobada en tercer debate y de origen legislativo, también tenía la curiosa idea de aplicar el mismo mecanismo para concejales y diputados a la asamblea, quienes podrían ocupar cargos en secretarías municipales y departamentales. La justificación de motivos no era distinta a que las negociaciones políticas se hicieran por encima de la mesa y no por debajo como sucede en la actualidad. En otras palabras legalizar la mermelada y las prácticas burocráticas. A este tipo de ideas se llega porque los congresistas no hacen arqueología política y tratan de flexibilizar la Carta Magna a sus antojos. Si esta idea prospera, se borra de tajo la separación de las ramas del poder, fusionando los roles y funciones del Congreso con los del Gobierno. No todas las ideas que vienen de los congresistas son malas, ni son mal intencionadas, pero muchas si están cargadas de vicios e intereses subyacentes que buscan beneficios particulares. Por fortuna, las cosas para esta reforma política no salieron como querían algunos congresistas y parece estar herida de muerte.
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