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Hablar de desigualdad es una valiosa herramienta política, pero el concepto está devaluado en función del verdadero problema que es la precariedad en las necesidades básicas
Un concepto muy poderoso se está abriendo paso en las discusiones económicas en medio de la cuarentena generada por el covid-19. Se trata de desvirtuar la desigualdad como punta de lanza de la política populista al considerarse como un hecho estadístico eficaz de los discursos de clase. La pandemia generada por el covid-19 fue exacerbada por la precariedad, calidad y fragilidad de los servicios sanitarios o la mala salud pública, situación que no cambiaría incluso si las sociedades se volvieran perfectamente iguales.
Uno de los pioneros de esta discusión es el profesor Albena Azmanova, autor del texto “Capitalism on Edge”, quien escribió en el Financial Times que “la desigualdad se puede medir y, por lo tanto, llama la atención fácilmente.
¿Pero cuándo el hecho estadístico de la desigualdad económica se convierte en una forma de injusticia social? Una respuesta: cuando la riqueza conlleva privilegio social; cuando la riqueza extrema se traduce en poder que es egoísta y depredador. Aquí el remedio realista no es la redistribución, sino el poder compensatorio: los sindicatos y otras organizaciones de masas; partidos políticos fuertes y con principios; procesamientos por fraude financiero; y vigilancia contra la captura del Estado”.
El autor es contundente en afirmar que es la precariedad, no desigualdad, lo que afecta al 99% de la población. Plantea que el flagelo de la desigualdad económica es la política de celebridades, expresada por los ganadores del Premio Nobel y los jefes de política internacional por igual. “Sin embargo, este eslogan no entregó las victorias electorales que la izquierda esperaba.
La razón es que la inestabilidad económica, no la desigualdad, es lo que afecta al 99%. La desigualdad es un síntoma de inestabilidad, sin duda. Pero centrarse solo en la desigualdad es un error de diagnóstico. Y la cura no es simplemente la redistribución del poder adquisitivo, sino más radical: construir una sociedad más estable, segura y sostenible”. La pandemia ha llevado esta discusión a todos los países que han puesto a prueba la precariedad de su sistema sanitario y el acceso de todos a las mismas necesidades básicas.
La precariedad pone al descubierto -afirma Azmanova- que la combinación de automatización, globalización y recortes en los servicios públicos y el seguro social, ha generado inestabilidad económica, tanto para las clases medias como para los pobres, más profundo para las minorías e inmigrantes.
“Estamos en este enigma porque el capitalismo contemporáneo había creado no solo una clase precaria (el ‘precariado’) sino una multitud precaria”.
Una anotación fundamental: la actual crisis es diferente según la solidez del sector público de un país. “A Dinamarca y Alemania les está yendo notablemente bien gracias a la sólida infraestructura de atención médica con un alto número de camas de hospital y unidades de cuidados críticos, y pruebas (...) Un retorno al status quo ante de la precariedad masiva nos dejaría cada vez más vulnerables a las emergencias de salud pública”.
Colombia no es ejemplo de calidad universal en su sistema de salud, pero sí ha puesto a prueba un esquema de empresas e instituciones prestadoras de salud que le ha permitido amortiguar el covid, con mejores resultados que países similares, como Perú, Chile o México. Una de las buenas herencias de la pandemia es recoger el concepto de precariedad en detrimento de la manoseada desigualdad.