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Al Ministerio de Agricultura se le abona que ha tocado un tema crucial para el país: la producción de alimentos y la reducción de las precariedades sociales en el sector rural
Tal como van las cosas, la reforma agraria planteada por el Gobierno a través de sus dos ministras de Agricultura va a volver a fracasar, tal como lo ha hecho esta necesidad desde hace casi un siglo. Ulrich Raulff, en su texto ‘Historia de una separación’, escribe una frase que se ajusta al momento que vivimos: “quienes nacieron a mediados del siglo XX en el campo crecieron en un mundo antiguo. Un mundo que poco se diferenciaba del existente cien años antes. Las estructuras agrarias son lentas por naturaleza. Los ritmos del campo son pausados. Por el contrario, los niños de la ciudad vivían en un ambiente bien distinto: en el que dominaban las máquinas, y también las ruinas que resultaban de la destrucción de la mecanización. El campo se hallaba casi un siglo atrasado antes de dar finalmente el salto a la modernidad tecnológica”.
El salto que ha dado el mundo en tres décadas ha sido enorme en todas las esferas económicas, sociales y políticas, y tal como se abordaban las cosas o los problemas del país, en los 80, 90 o inicios de 2000, es obsoleto. Y la llamada reforma agraria basada en comprar y entregar tierra a campesinos desesperados por la inseguridad y la violencia, para dársela a otros más pobres o desplazados, no se escapa a esta situación.
La realidad es la siguiente: hace un año el Presidente habló de comprar tres millones de hectáreas, algo imposible, pues la propuesta comprendía un terreno del tamaño de Costa Rica; luego, la ministra de Agricultura y la Agencia Nacional de Tierras ajustaron la cifra a un millón y medio de hectáreas durante los cuatro años de gobierno.
Cifra que también es imposible de alcanzar pues sólo han logrado comprar poco más de 30.000 hectáreas, por la simple razón logística de que no cuentan con la capacidad de compra y negociación. El valor de la tierra productiva con infraestructura, agua y buenos climas, en cualquier departamento está entre $30 millones y $40 millones; para alcanzar el millón y medio de hectáreas se necesitan unos $45 billones, dinero que no existe en las arcas nacionales, muy a pesar de que el Ministerio de Agricultura es el de mayor presupuesto, pero también es el de menor ejecución; justo es aquí en donde está el segundo gran problema.
Un millón y medio de hectáreas pueden representar unas 150.000 propiedades de 10 hectáreas, es decir, 150.000 estudios de propiedad; 150.000 escrituras; 150.000 trámites en notarías y oficinas de registro, en una entidad como la Agencia de Tierras que carece de profesionales idóneos para avaluar, negociar, legalizar y entregar títulos eficientemente a los beneficiarios, que no se han identificados.
Tendrían que hacer más de 400 trámites diarios (17 por hora), durante todos los casi 1.060 días que le quedan a este gobierno. De allí a que lo verdaderamente importante para algunos funcionarios del Gobierno, los más ideologizados, es el discurso, no la ejecución: prometer tierra, mantener el resentimiento, las falsas promesas como valor electoral.
La verdadera reforma agraria del siglo XXI es tecnológica, basada en la cuarta revolución industrial, en donde el acceso a buena infraestructura, digitalización de procesos, distritos de riego, productividad, acceso a mercados y geoposicionamiento de la agroindustria con tecnologías de punta, deben ser la constante. Más que la anacrónica reforma agraria prometiendo tierra que ni pueden hacer productiva, es brindar a todos los campesinos seguridad, modernidad, acceso a mercados y mejora de calidad de vida.
Para desvanecer el reino de la incertidumbre se necesitan acciones concretas, con foco y objetivos precisos, 2025 debe ser un tiempo de hacer, ejecutar, quejarse menos y garantizar resultados