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Es una herramienta usada por la oposición en los regímenes democráticos, pero su abuso desmedido “por todo y para todo” va a desgastarla y hacerle perder credibilidad
La moción de censura no es un invento de los congresistas colombianos, es una herramienta utilizada por la oposición en varios regímenes democráticos para obligar al Ejecutivo a rendir cuentas exactas y hacerlos mucho más eficientes, pero está claro que el abuso de la figura constitucional puede hacerle perder credibilidad y peor aún si ésta se convierte más en un arma para pedir “mermelada” o burocracia en detrimento de esgrimirla cuando hay equivocaciones y desaciertos.
Desde el cambio constitucional en Colombia en 1991, se ha convocado 28 veces sin ningún éxito directo, cuatro en los casi 500 días que lleva esta administración y hay congresistas que amenazan con invocar la moción dos, tres y hasta cuatro veces más antes de que llegue 2020, todo un exabrupto que le hará perder eficacia a una figura que es temible cuando las mayorías no acompañan al Gobierno Nacional o hay un vacío de liderazgo en Senado y Cámara. Los rasgos y las características del régimen presidencialista colombiano han hecho que las mociones nunca prosperen, que los presidentes cambien a los ministros antes de que darle su cabeza a los opositores o simplemente logren mayorías en el momento de la votación. La censura no puede ser un “matadero” de ministros o funcionarios a quienes se somete a descargos en muchos casos infundados por baja gestión. No es el caso de reglamentar la figura, se trata de que haya en las bancadas de oposición mesura y profesionalismo de cara a la formación de la opinión pública. Hay quienes apuestan por convertir la moción de censura en una guillotina en tiempos de Revolución Francesa que caiga sin misericordia sobre la nuca de los impopulares que no han hecho caso a la voracidad de algunos senadores o representantes.
En la otra orilla política está la realidad gubernamental de que es necesario el control político del Legislativo y aceptar que los ministros y funcionarios de libre nombramiento y remoción son simples fusibles que deben ser cambiados cuando estén desgastados. En todos los gobiernos del mundo se caen ministros por mala gestión o porque fueron inferiores al reto que les puso el Ejecutivo; situación que no debe alarmar a un sistema político de contrapesos. Sobre el Gobierno Central siempre recae la última decisión de con quiénes se rodea para administrar, y existe la posibilidad de ver caer o desgastarse a sus inmediatos colaboradores.
Hace algunas décadas se daban crisis ministeriales con más frecuencia que ahora, pues los gabinetes se conformaban a partir de acuerdos políticos con los partidos que respaldaban al gobierno, pero de un tiempo para acá se han prometido ministros para los cuatro años que dura la administración, además técnicos provenientes de los gremios, lo cual es insostenible dada la necesidad de que hagan política, lleguen a acuerdos y sean líderes en cada uno de sus sectores, por supuesto, conozcan las regiones e identifiquen los líderes de cada ciudad. En menos de 500 días, el Gobierno Nacional ha cambiado a dos de sus ministros, lo cual es sano y es entendible en medio del frenesí político que atraviesa el país, pero forzar cambios ministeriales a punta de mociones de censura por cualquier situación no es un buen camino y puede convertirse la figura en una suerte de rendición obligada de cuentas ante el Congreso que afectará el desarrollo de políticas públicas y la ejecución de obras vitales para el desarrollo de los sectores económicos.
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