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Muchos de los mandatarios regionales son bipolares a la hora de resolver los problemas de las regiones y existe una dicotomía entre lo que es descentralización y responsabilidad
Una de las herencias perdidas de la Constitución de 1991 ha sido la descentralización administrativa que en ese entonces dotó a todos los departamentos y municipios de algunas herramientas que les permitía gestionar recursos propios y les obligaba a tomar decisiones más ajustadas a sus necesidades locales y regionales. Desde ese momento, la descentralización administrativa no ha sido más que un laboratorio perdido, pues las administraciones nacionales posteriores consiguieron que a los mandatarios locales y regionales se les trate como inferiores e incapaces de resolver sus propios problemas.
La economista Deirdre McCloskey, plantea que “los gobiernos deberían ser fundamentalmente locales, no nacionales, de manera que los votantes que los eligen entiendan vívidamente que “no hay almuerzo gratis”. Nadie en un pueblo pequeño piensa que todo el mundo puede ser gravado con impuestos para proporcionar subsidios. Se pueden hacer grandes cosas con los gobiernos locales, especialmente en países con tendencia a la corrupción”. Una sentencia que se aplica a los países de estructuras políticas federales, estatales o autonómicas que premian el desarrollo regional con una independencia casi total de los gravámenes. Así fueron los albores del país entre 1863 y 1886 cuando aún se hablaba de federalismo y los líderes de entonces veían que países de similar creación como Estados Unidos, México, Brasil y Argentina, tenían esos sistemas políticos. Ideas que fueron aplastadas por la Regeneración que ganó las guerras de la época y selló la sentencia de que Colombia sería un país centralista.
El cuento viene a colación porque cada vez es más frecuente que los gobernadores y alcaldes dejen crecer sus problemas para que los resuelva el Ejecutivo; es más, ayudan a armar paros, marchas, huelgas y tomas de importantes arterias viales, para echarle la culpa al Presidente de la República de su incapacidad de gestión. Eso es más o menos lo que está pasando en el Cauca, en donde los mandatarios regionales actuales y pasados dejaron crecer el problema y se lavaron las manos trasladándole el lío indigenista de la tenencia de tierras a los ministros del Interior o de Agricultura, que poco o nada conocen del tema.
La misma geografía colombiana enseña a diario que el país debe aprender a solucionar sus problemas estructurales desde la localidad; que todo no se puede arreglar desde Bogotá, que solo actúa como un centro institucional político fortalecido, pero que carga con el pecado de haber generado una nociva dependencia de los departamentos. Esa excesiva centralización ha generado mandatarios dependientes, que no ha sido capaz de llegar con sus instituciones plenamente a las regiones y ha debilitado los poderes locales transformados en últimas en caciques que administran burocracias en función del juego que les da el Ejecutivo.
El espinoso tema del Cauca pone al descubierto que la combinación de formas de lucha ha llegado hasta a usar los alcaldes y gobernadores para desestabilizar lo nacional. No es una responsabilidad de ahora del gobernador actual, es un problema crónico de gestión de los problemas locales, con la idea de que escalarlos al orden Ejecutivo es la mejor fórmula para lavarse las manos.
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